La esquina de Félix


En un ángulo de una de las calles principales del casco viejo del pueblo de San Sebastían, se encuentra el negocio de Félix. En realidad el local no tiene nombre oficial, ni siquiera letrero, y cuando le pregunto al dueño, titubea, antes de decirme que todo el mundo le conoce como La esquina de Félix. Cuarenta y cuatro años lleva este pepiniano administrando su negocio, que vende sobre todo cervezas y ron de todos tipos. Sus clientes, en su mayoría locales, se arrinconan alrededor de una barra que da hacia la carretera y ahí mismo disfrutan de una cerveza fría o un roncito mientras conversan sobre cotidianidades de pueblo.

Tantos recuerdos almacena en su mente don Félix que la mayoría de anécdotas que cuenta, tratan sobre el pasado. Su memoria de cómo era el Pepino hace treinta años se complementan con las paredes de su bar que sostienen canecas antiguas que se remontan a la década del setenta. Esta es posiblemente la atracción principal de este bar. "Esas se vendían a peseta antes. Ahora algunas personas me las compran a cincuenta dólares", dice don Félix señalando una fila de botellitas antiguas de ron ubicadas a lo largo de la pared. "Ya nada es igual", dice en un tono evocativo.

No le pregunté  nunca su edad, pero por su apariencia física diría que carga con unos setenta y pico de años sobre sus espaldas. Aún así tiene energía. Mucha. Sonríe todo el tiempo, así alumbrando su cara tocada por los rayos del sol y mostrando unos cuantos dientes que le faltan. Todo el que pasa le saluda con la mano, un gesto, o un abrazo.

La esquina de Félix es casi un museo. Un museo tipo bodega que rememora el Caribe de antaño. Además de las canecas de ron boricua de marcas que ya solo se mantienen en la memoria, pues dejaron de producirse hace mucho tiempo- también colecciona radios. En otro rincón del bar descansa una docena de estos aparatos antiguos que durante los años su hijo le ha ido enviando de los Estados Unidos. También recopila néctares de Goya de diferentes sabores, de diferentes épocas.

La esquina de Félix es una ventana al pasado. Un pasado que ya no volverá y que se enfrenta a un presente que a muchos nos ha jamaqueado. Un pasado que muchos no conocemos, pero que nos hubiese encantado haberlo vivido, sentido, olido, caminado. Por lo menos a mí. Por eso cuando me encuentro con estos rincones de mi isla, me emociono- pues aunque muchísimos, la mayoría, se han ido, otros pocos permanecen. Contra mar y corriente permanece la esquina de Félix. Una de las pocas verdaderas joyitas históricas, culturales, gastronómicas de pueblo, que forman parte de nuestra herencia isleña.

Tu camarera, tu profesora


Así se titula un artículo que posteó una amiga en su muro de Facebook hace poco, en el que se presenta la historia de una profesora que además de impartir clases universitarias, también tiene otro trabajo de camarera para poder llegar a fin de mes. Su anécdota hace un recorrido por los momentos en que ha tenido que atender a sus estudiantes en el restaurante donde trabaja y la humillación que ha experimentado por los estereotipos que rodean su doble vida.

Las desigualdades laborales y salariales que existen en el mundo de la academia son verdaderamente deprimentes e injustas. El tema no es nada nuevo, bueno, relativamente, sí. En Estados Unidos se han reportado varios casos de profesores universitarios cuyos sueldos no le permiten tener hogar propio y su nivel de pobreza los obliga a dormir cada noche en sus autos. El Washington Post también publicó hace poco otro artículo reconociendo que los profesores universitarios que trabajan a tiempo parcial en instituciones educativas norteamericanas, además de no recibir ningún beneficio laboral, entiéndase seguro médico, días de vacaciones o enfermedad, un plan de retiro, entre otros- reciben un salario por debajo del nivel de la pobreza.

Llevo alrededor de ocho años en la academia. Siempre como profesora a tiempo parcial. Jamás he tenido la dicho de recibir un ofrecimiento de contrato a tiempo completo, ni mucho menos, beneficios. Vamos, ni siquiera, un sueldo que me permita independizarme económicamente por completo. Es mi realidad y de momento la acepto porque hago lo que realmente amo hacer y espero que en algún momento esta realidad cambie. Ayer, sin embargo, en un intento por obtener otra fuente de ingreso como camarera, volví a recordar aquél artículo del New York Times: Your Waitress, Your Professor.

Acudí a una entrevista de trabajo en un pequeño local, cuando al cabo de un tiempo me enfrenté con una sensación incómoda a medio paso entre la frustración y el apocamiento. Hace tres años completé un doctorado, he publicado dos libros y otros muchos artículos, enseñado en universidades tanto en Europa como en Puerto Rico- y de más está decir que he tenido variadas experiencias tanto laborales, profesionales, como personales. He asistido a un sinfin de entrevistas de trabajo de todo tipo en mi vida adulta: en hospitales, museos, restaurantes, universidades, centros educativos, empresas mediáticas- en fin, de todo un poco. Algunas amenas, otras menos- pero jamás una como la de ayer.

Entiendo que nos enfrentamos a una deprimente crisis económica y los trabajos escasean. Entiendo también que aquellos que recibimos un salario, por más mínimo que sea, debemos ser agradecidos. Sin embargo, me parece que en ocasiones, la crisis se ha convertido en una especie de excusa por parte de algunos propietarios para aprovecharse de las personas que buscan ganarse las habichuelas.

Mi entrevista para obtener un segundo curro de camarera que iniciaría después de culminar un día dando clases en la universidad- duró casi tres horas. Me entrevistaron, no solo los dos encargados, sino también una joven mesera. Resulta que estudia en la misma universidad donde soy profesora y seguramente el año entrante formará parte de mis clases. Me preguntaron demasidas cosas, me plantearon demasiados panoramas para yo resolver, me presentaron exageradas condiciones. Todo esto a cambio de un salario mínimo y muchísimas obligaciones. Ante este complicado panorama, intenté responder de manera asertiva, sonriente, amable y siempre humilde. Más de una vez procuré recordarme que la posición que me ofrecían era de camarera y no de directora. Al cabo de tres horas no llegamos a ningún acuerdo y decidí ponerle punto final a aquella situación.

Salí de allí realmente triste pues la crisis ciertamente nos desespera y en ocasiones nos obliga a aceptar condiciones o situaciones que jamás hubiésemos considerado antes.  Es realmente lamentable que cualquier persona tenga que tragarse la lengua y aceptar coyunturas de esta índole solo por la necesidad de obtener una fuente de ingreso para cubrir sus necesidades básicas. Me entristece la realidad del mundo laboral de la academia, pero considero que ante la situación que enfrentamos tantos profesores part-timers como yo, no debemos dejar que nos hagan sentir inferiores o se aprovechen de nuestra necesidad bajo ninguna condición. Esta mañana decidí que realmente no valía la pena.

Your Waitress, Your Professor? Thanks, but no thanks.



Artículos relacionados:
http://www.nytimes.com/2014/12/19/opinion/your-waitress-your-professor.html?_r=0

http://www.washingtonpost.com/blogs/wonkblog/wp/2015/02/06/adjunct-professors-get-poverty-level-wages-should-their-pay-quintuple/

http://www.nytimes.com/2014/03/30/nyregion/without-tenure-or-a-home.html

Crónica de una barbería boricua

En la fila de negocios que queda en la misma carretera 129 en Arecibo, yace una barbería. Nunca me había fijado en ella ni mucho menos entrado. Ahora que estoy de guía turístico, Xavi, quien acababa en ese momento de llegar a Puerto Rico desde Inglaterra, me pidió encontrar un lugar donde le pudiesen recortar el pelo. Sin más, estacionamos, tocamos la puerta y casi a oscuras, nos abrieron. Adentro había dos hombres tatuados de pies a cabeza tomando café de Burger King. Le pregunté a uno de ellos si podía recortar a Xavi. "Deja que me acabe el cafecito", me contestó. Nos sentamos en un sofá que tenían allí a esperar. Conectado a la parte de atrás de la barbería había otra puerta que conducía a un estudio de tatuaje. Todo estaba bastante desordenado y a menos que fueras cliente habitual, el lugar no llamaba la atención en el buen sentido de la palabra.

Con el último sorbo de su bebida, el más alto de los dos, me preguntó cómo quería que lo recortaran una vez se dio cuenta que no podía comunicarse directamente con Xavi. Yo servía de traductora, aunque poco entiendo de cerquillos, navajas y recortes de hombres. El otro de los dos también le iba explicando al primero cómo recortar a Xavi. Al cabo de un rato le dieron una bata, le dijeron que se sentara en la silla y el barbero comenzó a peinar y recortarlo de manera muy natural y fluída. En un momento dado entró el hermano del barbero con su mujer y hablaban de cosas triviales. Era una escena perfecta de Lost and Translation, pero desde una barbería boricua. Xavi perdido sin entender absolutamente nada, disimulando su choque cultural y aparentando estar tranquilo. El barbero prestaba el mínimo de atención a su cliente. Y yo por mi parte preocupada desde el sofá pensando que lo recortarían mal y que tendría que vivir sus primeros días en la isla con un cerquillo de reguetonero malo.

En fin, así continuó el barbero recortando, afeitando, peinando, acomodando. Un trabajo verdaderamente detallado. Le colocó una cinta de papel en el cuello. Sacó una navaja de estas antiguas y comenzó a afeitarle con minucidad. De repente entró otro hombre por la puerta. Pantalla de brillante en la oreja, cadena de oro colgando del cuello, camisa y pantalón de jugar básquet y un tremendo cerquillo que le adornaba la cabeza. Se acercó al barbero, se chocaron la mano, comenzaron a hacer bromas, se reían y discutían asuntos pendientes. El hombre sacó de su bolsillo una paca de billetes de veinte que sumaban unos cuantos cientos en total. El barbero por su parte, alcanzó de una gaveta una bolsa plástica llena de pastillas y se la entregó. Vete a saber qué eran. A todas estas, el barbero jamás dejó de usar su otra mano para terminar los últimos detalles del recorte de Xavi. ¡Vaya talento! Todo el traqueteo ocurrió literalmente frente a todos nosotros y como si fuera la cosa más normal del mundo. Eventualmente se despidieron los dos hombres y quedó todo en el olvido.

Y así culminó nuestra primera experiencia en la barbería. Una vez salimos por la puerta me dijo Xavi que jamás le habían recortado el pelo tan bien en su vida. Que ni en Inglaterra ni en Polonia solían hacerlo con tanto detalle y precisión. Estaba verdaderamente encantado. Yo por mi parte, feliz, pero también un poco horrorizada con lo que había ocurrido. Después nos enteramos que una gran cantidad de venta de drogas y armas ilegales en Puerto Rico se lleva a cabo precisamente desde las barberías.

¡Bienvenido a la Isla del Encanto!

Encendamos las luces


Desde hace algunas semanas he notado que esta época navideña no es igual a otros años. En mis viajes entre Arecibo y San Juan, así como alrededor de otros pueblos de la isla y en el área metro también, me ha llamado la atención la obscuridad que reina en las calles. Además de los postes de luz, muchos de ellos, que brillan por la ausencia de focos- reina la negritud ante la ausencia de bombillas y decoración navideña. La navidad en Puerto Rico se reconoce por ser además de la más larga en el mundo- ya que dura alrededor de dos meses- una de las más alegres, las más alumbradas, coloridas y musicales. El boricua se reconoce por ser barroco tanto en su comportamiento, como en su selección de ornamentos para decorar su hogar, sobre todo en la época navideña.

Recuerdo cuando era niña y regresaba con mi familia desde San Sebastián, el pueblo de mi madre, durante las navidades. Gran parte del camino lo dedicábamos a admirar, comentar y deleitarnos de los adornos, las luces festivas y el engalanamiento que desfilaba en muchos de los hogares durante esta época. Algunos mucho más extravagantes que otros nos llamaban mucho la atención. Estrellas, nacimientos, figuras de Santa Cló, los Reyes Magos, venados, muñecos de nieve, de todo un poco se observaba. El décor navideño extravagante no excluía clases sociales. Desde los balcones de los residenciales públicos también podía admirarse la selección de bombillas coloridas y otros adornos alegres. En muchos casos, los más pobres solían decorar sus hogares incluso más que los ricos.  

Este año algo ha cambiado. El espíritu navideño no está encendido como solía siempre estarlo. En mi urbanización en Arecibo, las casas decoradas pueden contarse con los dedos de la mano. La mayoría brillan por su tenebrosidad. En el complejo residencial de mi madre en Guaynabo, igual. Uno que otro vecino ha colocado una corona de pino en la puerta, pero es la minoría. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué hemos perdido esa energía navideña que tanto nos caracteriza?

Una conocida comentó el otro día que la gente está desilusionada y sin ánimo. Ante la ineptitud del gobierno, la crisis económica, el desempleo, la ola masiva de emigración, el crimen desenfrenado y la falta de opciones para cambiar esta realidad. La situación no es la mejor, eso lo sabemos todos. Cada vez nos pintan un cuadro más decrépito en los medios, los temas de conversación se tornan más deprimentes y es normal sentirse desanimado. Sin embargo, algunas cosas alentadoras sí suceden mucho más a menudo de lo que nos creemos (o nos hacen creer).

Ayer estuve en un concierto de la Orquesta Filarmónica. La semana pasada me deleité de otros dos espectáculos: el encendido navideño de San Juan y el concierto de Calle 13. En todos vi personas de todas las edades compartiendo. Sonreían, disfrutaban en familia, bailaban, comían frituras, se tomaban un traguito, tocaban maracas. El talento de esta isla desborda, sobre todo en el ámbito artístico y musical. En todos esos conciertos que mencioné subían al escenario a pequeños músicos. Eduardo de Calle 13 presentó a su hija Azul de seis años que tocó el piano frente a 35,000 personas. En el encendido de San Juan con Ismael Miranda tocaron timbales varios niños. Anoche en la Filarmónica, más de treinta pequeños sonaron cuatro todos juntos, luego se subieron otros treinta encabezados por un chico con síndrome Down a tocar gűiro. La audiencia no podía contener la emoción, era impresionante.  

Quiero decir con esto que aún quedan motivos por celebrar. Nuestra isla, igual que el resto del mundo, enfrenta una situación preocupante, sin embargo, no es el final. Nos caracteriza un espíritu vivaracho, alegre, de aguinaldos y celebración en familia. Aún queda la juventud. Aún queda la música, el talento y el mañana. Encendamos las luces tanto en nuestro hogar, como en nuestro corazón. 

¡Feliz Navidad!

El mundo de la aberración


Su presencia es perturbadora, invasiva y quebranta la melodía y personalidad característica de este barrio santurcino. Incluso antes de entrar al edificio, ya de inmediato, percibes esa mala vibra. Una capa de pintura color crema arropa la fachada. El azul del cartel que lleva el nombre, se nota en la distancia. LA PARADA WALMART. Como si no bastara ya con la cantidad de pequeños negocios que se han ido a la quiebra por no poder competir con los precios tan bajos de este nuevo vecino- al otro lado de la calle, como en cada cuadra de esta metrópolis- han sembrado otro Walgreens. Estos dos gigantes han desgarrado las empresas boricuas y han hipnotizado a este pueblo a creer que tienen un sinnúmero de necesidades artificiales que solo podrán satisfacer si compran aquí. Estos dos gigantes han desbaratado la belleza de nuestra arquitectura, de nuestros paisajes, de nuestro carácter caribeño tan característico para imponerse con su presencia usurpadora. Y con todo el daño que han causado y continúan causando, los seguimos recibiendo con bandeja de oro.

Vamos a entrar hoy por primera vez. El estacionamiento es de esos enormes multi-pisos que tanto detesto por ser un laberinto sin principio ni fin. El techo es demasiado bajo para la cantidad de carros enormes que guarida dentro. El tamaño de los estacionamientos también es equivocadamente estrecho. Para encontrar uno vacío, es necesario dar al menos tres vueltas al parking, y, si es día de cobro- como hoy- posiblemente, más de cinco. Una vez logras encontrar un espacio para dejar el carro, la próxima misión es penetrar en la megatienda. El primer problema es que no hay escaleras abiertas al público, “más que en caso de emergencia”, cómo explicó el guardia de turno encargado de estar delante de los cuatro enormes ascensores monitoreando la entrada y salida de personas.

Como uno de los ascensores estaba fuera de servicio, había que esperar al menos diez minutos para lograr un huequito dentro de los otros tres. Entre todo ese tumulto de personas, no había ni una sola que no estuviera obesa. Hablaban alto, todos a la vez- se veían desalineados, mal vestidos. Muchos empujaban carritos de compra vacíos dentro del ascensor y en lugar de esperar, como se hace en los países CIVILIZADOS, para que la gente salga primero y así luego poder entrar en orden- todos formaban una barrera.


Una vez dentro del ascensor subimos y bajamos un par de veces. Pensé durante un momento que era porque el ascensor tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para cargar todo ese montón de libras de más. Una vez finalmente abrieron las puertas, el mundo de la aberración nos dio la bienvenida. Igualito que en un capítulo de South Park, noté el abrumador impacto del sonido de carritos de compra chocándose entre sí,  las enormes cantidades de comida empaquetada, muchas personas- aún desconozco si eran inválidas o simplemente demasiado gordas para moverse sobre sus propias piernas- que tenían que recurrir a las sillas de ruedas eléctricas esas que llevan una canasta enfrente para trasladarse por la tienda. Cuatro mesas enormes con productos 100% americanos de motivo de Thanksgiving yacían en una esquina. Pies de cherry, de manzana, de limón, con frosting, sin frosting, bizcochos de red velvet, cupcakes de mil colores artificiales, quesitos en paquetes enormes, cinnamon buns, bueno de todo lo que conduce directamente a una diabetes tipo dos. 

Me giré a otro lado y una empleada senior citizen gritaba al tope de sus pulmones las ofertas del shopper. QUE DISFRUTES TU EXPERIENCIA EN WALMART. Tuve que contenerme para no vomitar.


Salí de ese lugar casi volando. Qué experiencia tan desagradable, Dios mío. Una vez más, tuve que enfrentarme a la situación con los ascensores, pero esta vez aún peor, ya que la cantidad de carritos de compra llenos hasta el tope, era mucho mayor. Una pareja de americanos que vive en la isla criticaba el desorden para subir y bajar de los ascensores. Otro de Ohio a su lado, se reía de mis compatriotas de una forma muy burlona. Sentí una vergüenza ajena que se me hacía difícil contener. Consideré por un momento que esos americanos eran mis enemigos por criticar a mi país y que debía intervenir de algún modo. Sin embargo, antes de contestarles, me detuve un minuto y me di cuenta de que… tienen razón. Esto da lástima. 

Doy un paso fuera del ascensor y decido que jamás volveré a pisar ese lugar ni presenciar eso que acabo de dejar atrás. 

Zen-less Yoga


Everyone talks about the incredibly positive effects that yoga has on the mind and body. There are hundreds of books, magazines, blogs and columns out there that focus on how this practice has transformed lives through discipline, awareness, compassion, and strength- both inner and outer. However, have you ever ended your practice feeling unfocused, unsatisfied, or even pissed off? Have you ever felt as though you were unwelcome in your own studio?

Recently, a friend of mine who used to practice yoga with me several years ago told me she wanted to join me at the studio I have been attending frequently for the past four months or so. She has a small child and her new busy mommy schedule prevents her from taking as much time out as she'd like to practice yoga. However, yesterday she finally agreed to meet me for a morning session. I was so excited and had told her so many positive things about this new studio, so I awaited anxiously for her arrival.

After a couple of minutes of waiting for her at the studio, I noticed the practice was starting, so I stepped inside the room, where I had already set a mat for her and I- and hoped she would make it in soon. I kept one eye open during the first five minutes of our breathing exercises until I noticed she had just walked in shortly after. Because it was her first time, she failed to see the mat I had set for her in the middle of the class and was a bit disoriented. She pulled out a blanket from the back closet thinking it was a mat and then had to change it. The teacher, from a distance, saw this (it was quite obvious!) and never once made an effort to help her out. Instead, she looked the other way and ignored her as though she was a nuisance.

My friend, all the way at the end of the room, was quite lost at times. This is totally normal, as every studio usually has their own style and every teacher incorporates his or her own techniques into the practice. This is precisely why there is a teacher at the front of the class, for it is the teacher's duty to be a facilitator and guide everyone through their practice, align students' bodies, and aid them along this wonderful spiritual journey of asanas. This was evidently not the case. My friend had to stop every couple of minutes just to look at everyone else and see what was going on and how to do the postures. No notice was given to her whatsoever during the whole hour and fifteen minutes. I understand she was a couple of minutes late, however, what prevented the teacher from approaching her during the class and helping her out- I have no idea. It seemed as though she was punishing her for some odd reason.

Throughout the rest of the practice the teacher made inappropriate remarks often. She kept repeating how she hated the new decoration of the studio. At one point she even pretended to scratch the stencil off the wall with her fingernail. All of these out of place comments stood out like a sore thumb and as much as I tried, it was impossible to block them out. I couldn't focus on my body and much less so, on my breathing, and just became more and more annoyed as the teacher walked up and down the room with a long face and ignoring there was anyone else in the class.

At the first yoga studio I ever went to about eight years ago, I was taught that yoga is an individual practice. That the teacher is there to guide you, teach you, and adjust you in order to take advantage of your maximum potential. We were frequently touched, pushed, challenged, and thanks to those lessons, I learned a lot about this practice. Yoga without a teacher to me is quite pointless, but with "teachers" like these, even more so. It makes me sad to think that the West has, on many occasions, adopted and transformed yoga into something it is not.

That day I left the studio doubting if I would ever return. I was disappointed, embarrassed, and even sad about the experience. I thought about writing an anonymous letter of complaint to the owner, because if I were her, I'd want to know about this. Yoga had never ever left me with a sour taste before. And even though my friend and I were soon to realize that we both felt the same way and even ended up making jokes and laughing about our "zen-less" yoga experience, the truth is- it was quite a downer!

Don't hate, MEDITATE! And if you're pissed off Ms. Yoga Teacher, maybe it's time to practice yourself or take a break from it all and not transmit your bad vibes to your pupils, because in the end of the day, it's not our fault, and the least thing we want from our practice is to exit the room feeling zen-less... 

Una mirada al mundo