Tough Love Indian Style

  Hice yoga por primera vez hace como nueve años. Desde entonces he tenido varios maestros/as y he frecuentado diversos estudios, asi como también me he familiarizado con diferentes técnicas y estilos de esta práctica.  Aunque cada experiencia ha mostrado ser diferente, puedo llegar a la conclusión que la yoga se practica más o menos de igual manera en Puerto Rico y en el Oeste. Con la excepción de un par de experiencias, los/as instructores suelen ser cordiales, te guían sutilmente a través de la práctica, si tienen que ajustarte, lo hacen con amor y en un ambiente de motivación, tranquilidad, positivismo y armonía. 
Ahora en Bhagsu, India, desde hace tres semanas- observo cómo mis clases de yoga son un mundo aparte de todo lo que conozco y me han enseñado en el Oeste. A pesar de que el sistema de castas ha sido oficialmente erradicado del país, la realidad es que aún se percibe su fuerte influencia en muchos de los aspectos de la vida cotidiana. En India, el/la maestro/a ya de por sí se ubica en un estatus social mucho más alto que el ciudadano normal y corriente. Los instructores y profesores, llamados comúnmente "gurus", se consideran igual de importantes que, por ejemplo, los médicos u cualquier otro experto o conocedor de un tema. El guru es quien encamina a otros de la oscuridad a la luz. Guru es sinónimo de claridad. Al guru hay que hacerle reverencia, pues es quien quita el velo de la ignorancia y lo reemplaza con sabiduría.
Hasta aquí todo bien. Lo que me choca a diario es ver cómo nuestro "guru" instruye. En India no existe el "con permiso" o el "porfavor" cuando de temas de educación o formación se trata. Todo lo contrario. El guru suele ser hostil, reprimanda, sus tácticas para moldear al estudiante son duras, tanto física como emocionalmente. 
Comencé a notar esta tradición de "tough love" el día que un compañero indio del grupo, Akshe, compartió con todos nosotros anécdotas de su primer guru de yoga. Decía que su maestro llevaba siempre un palo en la mano y solía pegarle cada vez que no hacía una postura correcta. Le alzaba la voz, le daba cantazos con la mano para avisarle que debía subir más el pecho o enderezar la espalda. Hoy en día, Akshe es el mejor alumno del grupo. Su cuerpo es tan flexible como un trozo de goma. Puede moldearse de una y mil maneras y lo hace todo con enorme facilidad y confort. Ahora que es profesor de yoga, también instruye practicando esta técnica de "tough love".
La historia de Akshe no es poco común en este país. Los alumnos de Krishnamacharya, un guru que popularizó el yoga en países del Oeste a principios del siglo IX, comentan que su instructor era muy duro también. Era un hombre sumamente estricto y disciplinado que no permitía el más mínimo desliz a sus estudiantes. Les demandaba perfección en cada movimiento. Posiblemente gracias a su obsesión por el perfeccionismo, alcanzó la notoriedad que continúa acompañándole hoy en día.
En el curso de yoga que hago aquí en las Himalayas, al principio me chocaba el tono de sutil (a veces no tan sutil) hostilidad con la que nos trata nuestro "guru". Cada vez que alguien se ofrece de voluntario para mostrar una pose, el guru lo/a endereza sin reparos. Le tuerce el cuerpo abruptamente en posiciones que a menudo parecen dolorosas o poco naturales. Un par de veces cuando me torció a mí, tuve que pegar un grito por la molestia. Aún así, no hizo caso. El siempre sabe. Conoce hasta los más minuciosos detalles del cuerpo, del sistema nervioso, los músculos, todo. Si no sigues sus instrucciones al pie de la letra o malinterpretas su Hinglish (hindú e inglés), pues básicamente te llevarás un insulto, un golpecito en el cuerpo, o ambos. El "tough love" es la manera de instruir en la India. La única manera.
Ahora que estoy cerca de terminar este entrenamiento para convertirme en instructora de yoga, me pregunto: ¿será realmente efectiva esta técnica de educar a base de fuerza? En el Oeste a menudo los profesores somos demasiado flexibles con los alumnos. Les permitimos cosas que en la India serían inimaginables. Les damos segundas y terceras oportunidades para entregar trabajos, exámenes y tareas. Tomamos por sentada la educación. Tal vez creemos que nos merecemos todo. Al educador no se le suele valorar como se debe. En India, por otra parte, tener la oportunidad de ser educado constituye un enorme privilegio. Por esta razón se valora sobre todas las cosas. 
Dos sistemas, dos mundos; perfectamente opuestos, perfectamente complementarios.

Monzón

   
  
 Conozco solo una India. La India de monzón. Mientras que en Puerto Rico estremece la sequedad de la tierra por consecuencia de una tremenda sequía, aquí en el otro extremo del mundo, lo que hay es agua. Es casi ley de vida en India que a la hora de la siesta en los meses de verano- justo después del almuerzo- caen del cielo enfurecidamente enormes chorros de agua. Pareciera como si las deidades estuvieran enfadadas. La lluvia de monzón no tiene piedad de nadie. Aunque lleves paraguas y un jacket a prueba de agua, da igual. Terminas siempre enchumbado.
Hace ocho años cuando visité India por primera vez, mi amiga Andrea y yo recorrimos el norte del país desde Nueva Delhi hasta llegar a Katmandú, Nepal. Estuvimos para la misma época lluviosa y cada día nos bañábamos en el agua celestial. Cada año este país se limpia de sus impurezas. Los torrenciales que caen de las nubes son capaces de purificar el alma más corroída. Todo corre, todo fluye, todo pasa. 
Ahora aquí en las Himalayas se repite mi historia. Lo único que ahora las nubes y la niebla cubren los montes de un velo blanco. Cuando pasan es que traen consigo gotas infinitas. No se ven carros, personas y caos, sino verdor perenne. De noche, las gotas retumban y se convierten en ríos al caer sobre  el techo. 
La lluvia diaria impide que se sequen las cosas. De hecho, si aceptas venir aquí para esta época, es imprescindible aceptar también que estarás siempre mojado. Los zapatos, las medias, la camisa, los pantalones, el bolso de mano... todo. Nunca logras secarte ni calentarte por completo. Supongo que igual que las carreteras, los carros, las casas y toda las impurezas de la vida humana que se purifican con el monzón- yo también soy parte de ese ciclo. 
Todo corre, todo fluye, todo pasa. 

Once in Nature

 Ayer estuve en un lugar que aún no sé si es real o un producto de mi imaginación. Un pueblito de ensueño escondido entre montañas del Himalaya, follaje y pinos, nubes que se mecían con el viento y todo envuelto en un velo de misticismo y paz. Como cuando subes a la cima de alguna montaña y observas todo desde arriba, pues así, lo único que mucho más celestial. 
El lugar se llama Once in Nature y yace cerquita del pueblo Dharamkot, en el norte de la India. Llevo dos semanas viviendo cerca de este espacio que es una especie de café, restaurante y jangueo nocturno, donde está prohibido tomar alcohol (como en muchos otros lugares de India). Hasta ayer no lo había visitado, pero aproveché el fin de semana que tengo libre del curso de yoga que hago durante este mes para adentrarme en los montes himalayos y conocer Once in Nature. Particularmente ayer valía la pena hacerlo, pues se había anunciado que harían un baile meditativo y organizamos ir con todo el grupo de compañeros y futuros maestros/as de yoga. 
 En los pueblos que conforman la zona de Himachal Pradesh se respira un aire muy diferente al resto del país. Muchos incluso dicen que no es la verdadera India, pues está muy lejos del caos, el tráfico, el polvo y la cotidianidad que podrías encontrarte por ejemplo en Delhi. En Bhagsu, donde vivo, hay pocas personas, muchos árboles y verdor, tranquilidad, cafecitos pintorescos que sirven teces de menta y jengibre y escaleras empinadas en piedra que se suben y bajan a diario. Se conoce también por ser una zona de espiritualidad, la cuna del Dalai Lama, sede de reconocidas escuelas de yoga, centros de ayurveda y retiros de meditación y budismo. Son muchos los viajeros que permanecen en este entorno varias semanas e incluso meses buscando enriquecerse de este tipo de experiencias. 
  Para llegar de Bhagsu a Once in Nature tuve que hacer una pequeña expedición entre rocas, montañas y cardos espinosos que me hincaban los pies. En el camino me topé con vacas, cabras y hasta un caballo blanco que parecía sacado de una película del Señor de los Anillos. No había letreros por ninguna parte y en un cierto momento, me detuve entre las nubes y juré que estaba soñando. 
Finalmente, ya al tope del monte, me crucé con un espacio abierto donde un grupo de niños locales jugaba cricket. Al costado observé sembrados de maíz, cáñamo, pinos y otros árboles endémicos. Las nubes me arropaban. Decidí subir con dos amigos al tope de una roca. Más tarde bailamos música trans mientras un saddhu cantaba mantras en una tarima, tomamos té de especias, batidas de frutas, picamos platos tibetanos veganos y conocimos gente local super interesante. Desde gurus, yogis, hasta músicos, otros turistas de Israel, indios que vacacionaban por la zona y locales hospitalarios e interesados en compartir experiencias con nosotros.
Cada día en este lugar es una aventura. La escuela de yoga a la que le dedico doce horas al día, es intensa. Se suda, se esfuerza tanto el cuerpo como la mente y sobre todo, se aprende muchísimo. Pasan los días y se torna difícil traducir cada experiencia a palabras. Esta semana facilité mi primera clase de yoga en sanscrito (uno de los idiomas más antiguos del mundo), hice también tai-chi por primera vez, me adentré más en la filosofía védica y la anatomía del cuerpo, conocí otras técnicas de meditaciones activas y pasivas, me aproximé al desapego de ataduras materiales y espirituales y sobre todo- me acordé de ser siempre agradecida. Yoga es un camino de optimismo, de salud, de paz, de transformación. Hacer una práctica intensa durante cuarenta días y sobre todo en India, requiere de una gran dosis de control, disciplina, aceptación, dedicación y aprender a estar cómodo/a sobre todo en momentos de gran incomodidad. Cada postura, cada respiración se trata de eso mismo: aceptar, agradecer y encontrar la paz en medio del caos y de la inconveniencia y el estorbo.
Una metáfora de la vida misma...

Un paso más cerca de Dharamsala

En ocho días parto a una ciudad llamada Dharamsala, en el corazón de las Himalayas, específicamente en la zona de la India llamada Himchal Pradesh. Ubicada en el epicentro del Valle Kangra, Dharamsala es un lugar místico, montañoso, espiritual y muy acogedor, repleto de monasterios, ashrams de yoga y escuelas de budismo y otras disciplinas antiquísimas y de auto-curación. Estaré durante cuarenta días en esta ciudad que muchos consideran sagrada, pues además de recibir a cientos de peregrinos, es también la residencia oficial del Dalai Lama y la sede del gobierno tibetano en exilio. Será la segunda vez que pise suelo indio, pero la primera en que me encaminaré por un propósito muy diferente: el de certificarme como instructora de yoga.
Llevo practicando esta ciencia y filosofía, desde hace aproximadamente nueve años. Aún no soy capaz de tirarme la pierna por encima de la cabeza o de convertirme en un pretzel humano, sin embargo, desde el primer día en que incursioné en este lindo viaje llamado yoga, supe que quería convertir esta disciplina en un estilo de vida. Asimismo, educarme más en esta práctica para así poder contagiar a otros con sus beneficios terapéuticos.
La palabra yoga proviene del sanscrito y significa unión. Unión tanto de cuerpo, como de mente, de filosofía, como de prácticas meditativas de posturas (asanas) y de respiración. Es precisamente esta unión, la que me atrajo a este nuevo destino.
No cabe duda de que este viaje en el que completaré un curso intensivo con otros extranjeros practicantes de yoga, que incluye diversas áreas como la meditación, anatomía, filosofía, prácticas de poses y ejercicios de respiración, ayurveda, entre otros- conlleva y requiere, obligatoriamente, una preparación. Además de una dieta balanceada y un regimen de posturas y respiramientos específicos, decidí buscar literatura sobre la ciudad de Dharamsala, un lugar interesante desde diferentes puntos de vista.
Dharamsala Days, Dharamsala Nights es un libro escrito por una mujer que lleva el pseudónimo Pauline MacDonald. Esta investigadora independiente oriunda de Canadá, vivió durante tres años en Dharamsala, donde entabló amistad con muchísimos refugiados tibetanos, tanto newcomers (los que han nacido en Tibet y escapan de jóvenes) y los settlers (que se consideran exiliados, pues nacieron en Nepal o India, o emigraron mucho antes).
Junto a su hijo adolescente, MacDonald decidió emigrar a Dharamsala, siempre interesada por la realidad que viven estas personas con estátus permanente de refugiados y luego de tres años, documentó sus memorias. Aunque no es periodista ni socióloga, sus historias combinan el humor, la veracidad y la transparencia y dan una idea bastante clara de qué esperar una vez en Dharamsala, sobre todo desde una perspectiva fresca. Según los críticos, la única falla que comete es ofrecer sus recuentos personales desde una óptica subjetiva, pues es evidente su afinidad con los newcomers, grupo al que favorece sin tapujos. Incluso, llegó a casarse con uno de ellos, aunque más tarde se divorciaría.
Las idiosincracias de los refugiados tibetanos en India, sobre todo en Dharamsala, conforman una complicada telaraña de relaciones de poder, abuso, violencia, abuso de sustancias controladas, depresión, desempleo, y sobre todo, mucha injusticia. Por una parte, los newcomers, en su mayoría tuvieron que huir de su natal Tibet por los abusos en su contra por parte del gobierno chino desde 1950 en que invadieron la zona- y por otra, al llegar a Dharamsala, continúan experimentando prejuicios tanto de parte de indios, como de los settlers. Según la historia de MacDonald, se les hace practicamente imposible a estas personas encajar en ninguno de los dos mundos, ni conseguir derechos básicos y acceso a servicios de salud, educación, protección legal, empleo, etc.
En ocho días me embarco a esta parte tan distante del mundo: Dharamsala. No veo la hora de, igual que la autora, contar mi propia historia.

Los lunes volvieron a ser como antes

Saudade es una palabra que usan los brasileros mucho. La pronuncian cada vez que quieren expresar una sensación parecida a la nostalgia, la añoranza y los sentimientos de vacío que provocan la partida de algo en la vida. No existe una sola palabra en español para definirla. La saudade se siente, no se define. Es una ausencia que incomoda y pesa en el alma. En la saudade yace también un poco de rabia. Es nuestra alma pidiéndonos a gritos volver a un momento preciso, a una situación que ya aconteció. Es también el precio que se paga por vivir momentos que nunca se repetirán. Que recordarás para siempre.
Los lunes volvieron a ser como antes. Antes cuando no habías llegado. Cuando salía del trabajo de noche y regresaba a casa donde no se escuchaba nada aparte de los gritos vociferados del predicador a través del altoparlante. El mismo predicador que perseguimos en la calle aquel día. Que llamamos a la policía para quejarnos porque invadía nuestra paz. La guarida de sosiego que construimos en este tiempo que estuviste aquí. Casi medio año que jamás olvidaré. Que estoy segura que que tú tampoco. Ahora ya te has ido. Ineludible y tan desprevenidamente. Ni pude despedirme, ni verte por última vez. Porque la vida es así. De misterios existimos, crecemos, somos.
Pareciera que después de la calma siempre tenga que invadir la desarmonía. Nada puede ser perfecto. Ni casi perfecto. Pero nosotros sí lo fuimos, o por lo menos, creíamos serlo. Hasta que te arrancaron de este sueño sin piedad. Sin razón, sin señal, ni aclaración. Enigmas que lanza el universo en nuestro camino para que uno los reconozca y pueda superarse un poco más. Amarga melancolía es lo que me arropa hoy. Cuando estabas aquí, llegué a acostumbrarme al predicador. Ya ni lo escuchaba, ni me molestaba. Ahora que tu ausencia me estrangula, me saca de quicio más que nunca. ¿Cómo haré para dejar de importarme todo, así como lo hacía cuando estabas tú? 

¿Vivimos para depender o dependemos para vivir?


Mitad de la población de Puerto Rico recibe la ayuda del Programa de Asistencia Nutricional (PAN), o como le llamamos de manera coloquial en esta isla: cupones. Así lee el titular de una noticia de última hora publicada en El Nuevo Día que no ha hecho más que erizarme la piel y obligarme a escribir esta entrada de blog. Se trata de una población de 1,3 millones de personas y sobre 600,000 familias gobierno-dependientes. De esa cantidad, menos de la mitad (272,000 unidades) reportan algún ingreso. Evidentemente esa cifra va encabezada por una población femenina que son madres solteras y jefas de familia y la otra mitad corresponde a diferentes categorías que se consideran especiales, ya sea por edad, discapacidad, o alguna otra condición.

Hoy, yo posiblemente también me una a esa cifra de gobierno-dependientes. Me darán la contestación en dos semanas. Que conste que no soy ni mantenida ni soy una ignorante- mucho menos vaga. Rompo básicamente con todos los estereotipos del típico caso del beneficiario de ayudas que provee el gobierno. Tengo un doctorado, un empleo serio (aunque no provea salario todo el año) y es la primera vez que me encuentro en esta situación.

A diferencia de mí, muchos de los casos que se atienden en el Municipio de Arecibo corresponden a una población que no ha completado ni la escuela superior. Muchos afrontan problemas para leer y escribir y tienen que ir acompañados de tutores o familiares que les faciliten las gestiones.

Aparentemente en un esfuerzo por controlar que esta cifra de beneficiarios del PAN continúe disparándose al aire, ahora tardan dos semanas en corroborar que la pre-solicitud de un posible candidato sea verosímil, es decir, que la información proveída al momento de llenarse la solicitud por teléfono, sea real y no inventada.

Hoy también solicité otras ayudas. Tuve que pensarlo varias veces pues estoy completamente en contra de la gobierno-dependencia. Existen muchisímos casos de personas que han vivido sumergidos en la dependencia durante todas sus vidas. No conocen otra cosa. Por la razón que sea, están subordinados a recibir estas ayudas metálicas, alimentarias, de salud y de tantas otras cosas que se ofrecen en esta isla. No pueden subsistir sin ellas. Ni lo piensan. Van al supermercado y pagan con la Tarjeta de la Familia. Visitan el médico y sacan de sus bolsillas la Reforma de Salud. Reciben por correo o depósito directo, su cheque de Seguro por Desempleo o por Discapacidad. La lista es infinita.

Mi caso es diferente. Y posiblemente el de muchos otros también.

Hoy la prensa nos dice que la mitad de nuestra población es dependiente del gobierno. Solo la mitad de esa cifra reporta ingresos. ¿Y la otra mitad, estará mintiendo? Me gustaría pensar que sí, pues de lo contrario estamos hablando de una masa que a pesar de ser productiva (y en edad reproductiva también), no trabaja. ¿Por qué no trabaja? ¿Por qué no quiere, por qué no encuentra trabajo, o por qué si lo hace, tendrá que dejar de recibir estos beneficios? Si la contestación a la pregunta es esta última, me temo que estamos viviendo en una sociedad sin valor propio, sin autoestima, sin metas y sin la voluntad de echar hacia adelante por nosotros mismos. No le debe sorprender a nadie que seamos, por tanto, también la última colonia en el mundo.

Si no podemos decidirnos a no ser dependientes, tenemos ante nosotros el problema de los problemas. Peor incluso que la crisis económica, peor que la degradación de la economía, peor que todo. ¿Cómo podemos echar hacia adelante a este país y transformarnos en un pueblo fuerte, unido y comprometido si somos perpetuamente dependiente de otros? La dependencia temporal, es, en muchos casos (incluyendo el mío), una necesidad. Por la razón que sea, algunas personas se encuentran en una situación limítrofe donde o se han encontrado sin trabajo de momento o no reciben salario durante algunos meses del año. En fin, no tiene nada de malo solicitar una ayuda si se está claro que se trata de una situación transitoria. Sin embargo, unidades y unidades familiares que no conocen otra cosa que la dependencia y no podrían vislumbrar sus vidas sin estas ayudas- es lo que me preocupa enormemente.

Las ayudas del gobierno solo deben existir de manera provisional. Así es la situación en muchos países, donde el Seguro por Desempleo se cobra solo durante un número fijo de meses. En naciones como España donde se repartió el paro a todas las personas que quedaron cesanteadas de sus trabajos durante largos meses e incluso en muchos casos, años- esto probó ser una de las causas para continuar desangrando las ya afectadas finanzas del país. Si más de la mitad de la población no es capaz de subsistir sin el PAN, se cae de la mata que algo anda mal. Los salarios no van a la par con el costo de vida. La población está ahogada entre altos costos e impuestos, y quiero pensar que se trata de dependientes temporales y no lo contrario, porque sino, es hora de ir evaluando seriamente nuestras existencias y el sistema que nos rige.

¿Vivimos para depender o dependemos para vivir? Esa es la pregunta...

Una mirada al mundo