La maldita americanización

Niña recita himno de Estados Unidos en escuela. Corozal, Puerto Rico, 1946. (Foto: Jack Delano).

Desde que regresé de Inglaterra he estado relacionándome mucho con extranjeros que vienen de visita a Puerto Rico. Ahora con aerolíneas europeas como Norwegian, Air Europa, Condor, entre otras- la cantidad de turistas que vuelan directamente desde Copenhagen, Londres, Frankfurt, Madrid y otras ciudades del Viejo Mundo, ha aumentado significativamente. Recibir a amigos que vienen de otros países me causa dos emociones contradictorias y muy apasionadas, ambas: orgullo y apocamiento. Orgullo por mostrar a otros nuestras costas, el turquesa cálido del mar, la brisa tropical, los ríos, la jungla, la salsa, el bosque y toda la belleza natural que nos circunda. Apocamiento por prácticamente todo lo demás.

No me imaginé nunca que estuviesen tan americanizados, me comenta la gran mayoría de amigos extranjeros que pisa suelo boricua por primera vez.

Me sorprende que no exista transporte público, me dijo una amiga horrorizada al contar una anécdota de un taxista que quiso cobrarle casi $100 por llevarla de Isla Verde a Guaynabo. 

Los precios son casi iguales que en Escandinavia, sobre todo en cuanto a comida, aseguró otro extranjero tras una visita al supermercado donde le sorprendió la enorme cantidad de productos exportados (y de mala calidad).

Reitero una vez más que me encanta recibir a amigos y conocidos que están de visita en Puerto Rico. De veras que sí. Casi todos se deleitan con los coquís en la noche y flipan con el clima tropical y placentero durante todo el año que les permite disfrutar de la naturaleza y el sol libremente, dos cosas muy difíciles para la mayoría de personas que viven en países fríos. Pero, ¿cómo hago para explicar las idiosincracias tan contradictorias de esta isla donde habito? Cuando me preguntan cuestiones simples para el resto del mundo, me resulta imposible decifrárselas, pues ni siquiera me hacen sentido mi misma.

Los viajeros que arriban a esta zona del mundo, casi todos vienen en busca de sol, playa, mangós y mojitos. Quieren escapar del invierno y obtener una aventura auténticamente caribeña. Pagan, en su mayoría, unos cuantos cientos euros por el boleto aéreo y tras dos semanas visitando San Juan, Culebra, el Yunque y Rincón- muchos regresan a sus países con bolsillos defalcados y muchas incógnitas ante la experiencia. No me refiero a turistas que viajan en busca de lujo u hoteles tipo resort, sino gente joven que trabaja duro para ganarse la vida y darse el lujo de cruzar el charco de vez en cuando.

Se imaginan esto como si fuera un paraíso tropical donde los precios son asequibles, pero a la vez tenemos lo mejor de la madre patria. Visualizan Puerto Rico como un destino exótico donde pueden sentarse a disfrutar una piña colada y a la vez experimentar la cultura caribeña sin mayores problemas o dolores de cabeza. A su llegada en el aeropuerto se topan con la necesidad y urgencia de alquilar un auto por al menos $60 al día (excluyendo los seguros), la ausencia de hostales a precios módicos, hoteles que sobrepasan los $100 la noche (pero excluyen los lujos), precios carísimos en cuanto a opciones gastronómicas y por lo general, un servicio que deja mucho que desear en la hostelería. El que no quiera aceptarlo, que se quite la venda de los ojos. Aquí es cuando comienza a inundarme el apocamiento.

En lugar de encontrar cilantro, menta y productos locales al momento de querer cocinar o preparar bebidas, no logran entender por qué solo se topan con yerbas de Israel, pescado de Chile y pimientos tricolores que cuestan más de $5 por paquete y vienen de vete a saber donde. Cada vez merman más los productos boricuas y mientras los consumidores opten por hacer sus compras en Costco y Walmart, en lugar de las plazas de mercado y otros negocios familiares (tampoco los culpo porque los precios son aún más exagerados en estos lugares), ¿qué podemos esperar de la economía local?
En Arecibo nisiquiera existe una panadería decente donde comprar una hogaza hecha en casa, de buen sabor y calidad. Solo en la carretera #2 han cerrado al menos cuatro. Y si de supermercados hablamos, la situación es aún peor, con la excepción de Sam´s, una opción que tampoco hace mucho sentido cuando de hogares pequeños se trata.

¿Cuándo dejaremos de pensar que Estados Unidos lo hace mejor? Si vamos a copiar un modelo, por lo menos lo razonable sería elegir uno que funcione. ¿O no?

¿Cuándo dejaremos de idolatrar todo lo de afuera e insistir en ser el producto confundido, incompleto y deficiente de los grandes intereses externos?

Regresar a Puerto Rico es, muchas veces, volver a lo peor de los dos mundos. Me duele decirlo, pero es la verdad. Retornar a un mundo sin sentido en el que abastecen las personas de poca autoestima que no saben comportarse, ni vestirse y les importa un comino disimular su falta de cultura. Se me hace difícil agradecer la naturaleza, el clima y todos aquellos toques característicos que nos definen, cuando carecemos de los servicios más básicos y efectivos en cuanto a salud, educación, transporte público, alimentos saludables, recogido de basura y sistemas productivos de reciclaje, ciudadanos responsables y civilmente conscientes que estando educados, fomentan y trabajan por un mejor porvenir.

¿Hasta cuándo continuaremos creyendo y asumiendo la falacia de que si seguimos a Estados Unidos, estaremos mejor?

Coño boricua, despierta, que esto no es sinónimo de calidad de vida. Y si tiene que venir uno de afuera para hacernos abrir los ojos y realizar nuestra realidad- la que asumimos es normal y cotidiana para todos los habitantes de la tierra- definitivamente algo anda muy mal.

El pub

  Si tuviera que elegir un símbolo predominante de la cultura británica, seleccionaría sin duda alguna, el pub. Se dice que la palabra pub es una abreviación de public house (casa pública) y el concepto se distingue por poseer ciertas características sociales y culturales muy específicas de este país. Aunque muchos locales acuden al pub para ahogar sus penas, estos espacios no solo representan un lugar donde ir a emborracharse, sino mucho más. El pub es, sin duda alguna, un local colectivo, inclusivo y dedicado al disfrute de toda la familia- digamos que incluso, el eje de la vida en comunidad.  
 En países europeos donde hace frío gran parte del año, las personas suelen beber mucho. Esto lo sabe todo el mundo y no es nada de esconder. Ya sea para expulsar las penas, tronchar inhibiciones de socialización, manejar las bajas temperaturas y las fluctuaciones de ánimo o el seasonal depression, la gente suele emborracharse. En Polonia, la costumbre es beber en casa. De vez en cuando organizas o asistes a una domówka, fiesta o reunión casera y en otras, sales a la calle. Pero casi siempre, bebes en casa. A mi esto me deprimía, pues cada noche de regreso a casa, veía cómo personas de todas las edades volvían del trabajo cargando uno, dos o tres litros de cerveza bajo el brazo. Es casi como si tomar alcohol fuera una práctica individualizada que se hace a escondidas y no contribuye en absoluto a la socialización o interacción con otros.
En Puerto Rico la historia es muy diferente. Dado el clima tropical todo el año, la práctica de consumir alcohol se realiza, por lo general, al aire libre. Los chinchorros, bares, restaurantes y fiestas en casas son los lugares donde se llevan a cabo casi siempre estos encuentros sociales que envuelven mucho alcohol, música alta y conversaciones exageradamente animadas entre personas.
En mi más reciente viaje a Inglaterra me detuve en muchas ocasiones a comparar los espacios sociales donde la gente va a encontrarse con amigos y por lo general, a tomar alcohol. A diferencia del Caribe donde los espacios varían, en el Reino Unido prácticamente toda actividad colectiva ocurre en el pub. Algunas noches se llenaban de fanáticos de fútbol ebrios que gritaban frente a la pantalla en espera de un gol de su equipo favorito. Aquello olía a destilería y no invitaba más que a miembros de esa afinidad. Sin embargo, con el pasar de los días fui cogiéndole amor e incluso admiración a los pubs por ser sobre todo, un espacio de unión para todos y entre todos. 
 Comenzar una mañana de invierno en alguna ciudad inglesa requiere casi por obligación desayunar un full English breakfast, osea un plato enorme de huevos fritos, salchichas, beans on toast, hashbrown y algún vegetal cocinado a la parrilla, ya sea tomate o setas. Si quieres tener una experiencia auténtica y además pagar poco, en el pub te sirven el mejor desayuno por cinco libras o menos. En Wetherspoon, una cadena de pubs en todo el país, me sentaba cada mañana en Londres a comer mi desayuno y observar mi entorno. Muchos jubilados pasan sus horas aquí. Leen el periódico, conversan con otros locales y sobre todo, beben. Desde las tempranas horas de la mañana los veía con pint en mano llenando el crucigrama.   
  
A medida que iba pasando el día y después de caminar por todo Londres, Bristol o Liverpool, regresa el hambre y las ganas de sentarse en un espacio tranquilo a escribir, leer un libro o simplemente, observar. Mi mejor opción sin duda alguna era, nuevamente, el pub. A veces pedía un plato de fish and chips, en otras ocasiones un té o una Guinness. A mi alrededor jugaban niños, mientras sus padres conversaban, lanzaban dardos o miraban la pantalla de televisión. El pub es un espacio para todos. Las sillas o sofás son cómodos, la luz es casi siempre tenue o templada y da la sensación de calentarte por dentro, la variedad en cuanto a cervezas es impresionante y la comida, por lo general, es buena también. La decoración de los pubs es solemna y representa también la cultura inglesa; los cristales opacos o de grabados elaborados, aportan además al ambiente acogedor e íntimo de este espacio. El pub te permite escapar del frío, del enclave de casa y conectarte con el vecindario, los amigos, la familia y los desconocidos.  
 De noche el pub se transforma en mil y una cosa. Puede ser lo que quieras. Una pista de baile, una tarima para el dj, un centro cultural donde los senior citizens juegan bingo, un espacio en el que familias se juntan a despedir a un recien difunto, una extensión de la cancha de fútbol para los aficionados del Liverpool o el Chelsey, el refugio de los solitarios, los borrachos, los desconsolados. Una noche en Bristol, el pub llegó a metamorfosearse en un concierto de música tradicional inglesa, donde mandolinas, banjos, violines, guitarras y otros instrumentos unen cada mes a un grupo de vecinos locales.  
 El pub es, pues, un ícono de la cultura de este país, uno de los centros de la comunidad, y al igual que la iglesia anglicana, el estadio de fútbol o el edificio histórico, representa una institución donde el espíritu de esta nación se siente libre y representa a todos por igual. ¡A brindar por ellos!  
 

Tierra de nadie, tierra de todos

 Hace tres semanas estuve en Londres. Hacía varios años que no visitaba la capital del Reino Unido y la verdad es que me maravillé ante su metamorfosis. Durante cuatro noches me quedé alojada en Wood Green, un distrito al norte de la urbe. Gracias a Airbnb- una página que permite a los viajeros alojarse en residencias privadas- mi hogar durante ese tiempo fue la residencia de una rusa, dueña de un restaurante italiano en dicho sector, que además alquila tres de las habitaciones de su casa a viajeros como yo. En el cuarto adyacente al mio pernoctaban dos chinas; una universitaria que llevaba varios años en Londres y su madre. En la azotea, por otra parte, dormía un hombre de un país de Europa del Este, desconozco cuál. Cada mañana me levantaba a preparar café y me topaba a medio camino con estos otros huéspedes, que junto a mí, formaban un tipo de microcosmos internacional en aquella casa.
Aventurarse desde Wood Green al centro de Londres es una misión. Si vas en un double decker, aún más. Por el tráfico- sobre todo en la época navideña- solía demorarme al menos hora y media. Salir de Wood Green nada más requiere de mucha paciencia, pues las calles son estrechas, los comercios son muchos y el flujo, tanto de personas como de tránsito, es abrumador. Cada vez que me subía a un autobús, procuraba siempre sentarme en el primer asiento de la segunda planta, para así poder observarlo todo desde arriba y con claridad. A menudo lo conseguía.  
 Desde luego, no es un área bonita. Muchos londinenses la conocen por ser la zona residencia de immigrantes de bajo ingreso. En la calle principal yacen cientos de negocios de mil y un tipo. Puestos de kebabs turcos, restaurantes de comida china, otros indios, tiendas de primera necesidad pakistaníes, supermercados polacos, barberías italianas, centros de envío de remesas africanos, bares jamaiquinos, carnicerías islámicas que solo venden carne halal, centros culturales etiopíes, uno que otro puesto que vende vegetales caribeños. Uno pegado al otro sin ningún tipo de espacio o respiro entre medio. No pude evitar maravillarme al ver cómo tantas culturas son capaces de coexistir en este lugar. Tantas culturas tan diferentes entre sí.
Una vez te subes al autobús te encuentras mucho más de cerca con este otro mundo. Uno muy difícil de descifrar. Te pierdes entre tantos idiomas, tantos dialectos. Cada cara está marcada por diferentes rasgos, diferentes tonos de piel, ojos que son el alma de tantas naciones, tantas experiencias culturales, tantos países. Cada uno habla por celular en un idioma que desconoces. Cada uno carga con un bagaje cultural muy único. A mi lado se encuentran dos mujeres en burka. Son africanas, desconozco de qué país exactamente, pero visten de colores muy llamativos a pesar de cubrir sus cuerpos por completo.
En esa tierra de nadie, nadie habla inglés. Ni siquiera el conductor es un local. Todos estos immigrantes llegan, de alguna manera y por la misma razón, a Wood Green. Me detengo una vez más a mirar por la ventana. Esta vez el tráfico ha sido detenido por una manifestación de turcos que abogan porque se detenga la masacre de kurdos en su país. Una mujer de voz ronca grita por un altoparlanteante ante una multitud de personas todas arrodilladas en la calle y mojándose por la lluvia. No hablan inglés. Los policías que controlan el paso vehicular tampoco son británicos. Tengo que hacer un esfuerzo por recordar que aún estoy en Londres y no en Anatolia.  
 Me abruma el bombardeo de experiencias sensoriales. No sé para dónde mirar. Me siento como una hormiga indefensa en medio de una torre de Babel. De momento me invade un mal presentimiento. Si fuera a desatarse un mal rato aquí, ¿cómo haría para salir ilesa?
Intento devolver mi pensamiento a algo positivo. Cierro los ojos y por obra de magia ha pasado ya una hora. Estoy en Trafalgar Square, en el centro de Londres. Ante mí me encuentro con un mundo totalmente diferente. He dejado atrás aquella otra tierra de nadie, tierra de todos.

Una mirada al mundo