El mar está hoy salvajemente bravo. Cuando colisiona contra las rocas, expulsa rabia. Quiere hacerse sentir y que no exista en la faz de este rincón de la tierra, ni un solo ser capaz de ignorarle.
Entre las corrientes se sumergen unos cuantos valientes. Desde la distancia los observo. Mientras, a lo largo del malecón, un puñado de surfers se deleitan con el furor de estas olas. Es un verdadero espectáculo ver cómo dentro del caos y el desorden de agua y espuma, existe también la armonía. Es como el monzón en la India que una vez al año trae consigo un ciclo nuevo de cambios, no sin antes sacudir todo su entorno.
Yo también me sacudo.
La costa va desapareciendo con cada cantazo de agua y sal que parece querer tragársela en un intento por dominar el elemento tierra. Una vez al año este mar se desintoxica y se muestra más fuerte y dominante. Deja atrás todo lo que ya no le hace falta, todo lo que le pesa, todo lo que ya no puede cargar sobre sus hombros. Pero al liberar esa cargada maleta, siente también pena, rabia y gran desilusión.
El océano se torna blanco casi por completo, metamorfoseándose en una pasta de merengue salado. Se permuta en algo totalmente nuevo, dejando atrás el pasado sin temor. Se desespera y desilusiona, pero sabe que a pesar de la dureza de la fugacidad, el próximo ciclo traerá consigo armonía. Y aunque es incapaz de ver o comprenderlo en este preciso momento, llegará ese instante, eventualmente, cuando estas aguas se calmarán y todo recobrará su sentido y regresará a la normalidad y claridad de siempre.
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