A 48 horas de las elecciones ya hay tantas personas que como yo, quisieran darle fast forward al tiempo. La tradición política de este país, la moda de los tumba cocos, las pegatinas con caras y lemas absurdos y anónimos, la música ridículamente alta y las caravanas repletas de fanáticos seguidores, quienes agarrados de banderas con insignias bipartidistas, se sostienen de unas creencias que van atadas a un estatus imposible de alcanzar. La cafrería que se asocia con esta tan retrasada manera de hacer política tiende a enfurecer y desangrarle los oídos a algunos que intentan mantenerse al margen y a alimentar el ánimo al restante grupo que el día 8 de noviembre rajará la papeleta con su voto íntegro.
Estos últimos meses han sido intensos para Puerto Rico, gracias a una deuda fiscal que asciende a los $70,000 millones de dólares, la imposición de una Junta de Control (no Supervisión, como insisten en llamarle algunos), una ola masiva de emigración y por consecuencia, un país completamente desunido, amortiguado y con pocas esperanzas de salvarse. El malestar público se manifiesta de un modo particular en esta colonia de menos de cuatro millones de personas. A pesar de que la actual crisis tiene muchos rostros, nombres y apellidos- en lugar de ir contra esos autores y dar opción a nuevos candidatos de sangre nueva y propuestas refrescantes, deciden ahogarse en su propia desesperanza. “El gobierno que tenemos, al igual que la Junta, nos la merecemos”, es una de las frases que más pena y vergüenza ajena me provocan. Y esa es precisamente el modo en que reacciona la mente de un colonizado.
Desde el año 1968 solo han existido dos opciones políticas para Puerto Rico. Desde esta fecha no hemos visto ninguna propuesta real, factible y prometedora fuera de las promesas del PPD y el PNP. La perpetuación de esta tradición bipartidista beneficia a un reducido grupo de oportunistas que se aprovechan del despilfarro de millones y de favores públicos que les arropan cada cuatro años. Este pueblo resignado, calla su malestar; ni se rebela y rara la vez, se hace escuchar. Y es que queramos admitirlo o no, la mayoría de los ciudadanos de este país carga con un bagaje cultural que da mucho que desear. Tener una conversación enriquecedora con alguien en la calle o incluso con alguien fuera del círculo social (a veces incluso dentro) es casi tan difícil como encontrar un alfiler perdido en una playa. Aquí no se lee, pocos viajan y tienen exposición con otras culturas y peor que todo- a la gran mayoría ni le importa quitarse el velo de la ignorancia. La enajenación es la orden del día, así como el modo en que tantos viven en sus burbujas volando bajito y anestesiados por la Medalla, el jangueo y las resacas, sin tener interés por enterarse de lo que está pasando en su entorno, su país y en el mundo.
Eduardo Lalo describe este fenómeno en su última columna:
El país se ha erigido a partir del denominador común más bajo: mientras menos cultura mejor. Hemos sido sometidos a una máxima necia: mientras menos fondos se dediquen a la educación y al fomento del conocimiento más habrá para la “obra pública”—autopistas, coliseos, la hiperlactancia de la corrupción, la dependencia y el mantengo—que asegura el clientismo, posibilita la masa fanática del “corazón del rollo” y engrosa las cuentas bancarias de los colaboradores y arquitectos de la causa.
Continúa describiendo al típico puertorriqueño que se pinta en los medios como alguien que: no trabaja, es inculto e ignorante, no sabe expresarse, es un conformista, se deja lavar el cerebro por cualquier dogma, es grotesco, es rey del disparate y, en términos generales, representa poco más que un mal social.
Tanto las clases bajas como las más altas padecen de este mal conocido como la incultura. Precisamente por esta razón, cada cuatro a seis meses necesito salir corriendo de esta isla. Es casi como si me fuera a quedar sin aire, asfixiada por este mal que caracteriza a mi país: la indiferencia y modo de vivir tan absurdo, tan atrasado y tan inculto. Y lo hago por todo el amor que le tengo. Porque sé que si salgo, cargaré pilas y volveré con más ansias a meter mano aquí. De lo contrario, no podría lidiar.
Durante la veda electoral es casi como si todos esos estereotipos del puertorriqueño salieran a relucir más que en cualquier otro momento del año. El pensamiento retrógrado y el complejo colonial florecen. Un bando busca exaltar la inferioridad al máximo por querer anejarse completamente a la gran nación americana, mientras otro acepta renegado su deseo por querer mantener el status quo de la colonia.
Ante esa deprimente oferta, la candidatura de Alexandra Lúgaro representa para muchos, un aliento nuevo y refrescante. La licenciada, a quien conozco tanto en carácter personal como profesional por haber trabajado para ella en un proyecto educativo, ha roto con todos los esquemas: es joven y atractiva, posee unos dones comunicacionales dignos de admirar, es populista y apela a los intereses de una nueva generación hastiada por la antigua tradición bipartidista y fracasada. Asimismo, es la única candidata que basa sus propuestas en estudios y estadísticas obtenidas de investigaciones- no en invenciones, mentiras y sueños. Ha identificado modelos internacionales para comparar la situación local y buscar alternativas viables a los problemas que aquí se enfrentan. Su ateísmo me vale, es más, lo agradezco, así como su compromiso y capacidad para enfrentarse a cualquier opositor. Los argumentos en su contra refuerzan aún más la falta de cultura que sufre este país.
Haré hincapié en una de sus más “sólidas” críticas por parte de los adversarios. Las ideas de Lúgaro son utópicas. En realidad no son sus ideas, sino este país el que representa una anomalía. Veámoslo de la siguiente manera: Puerto Rico es el único territorio en el mundo cuyo estatus y autonomía son no-existentes, ambiguos, de colonia sin rumbo y sin ganas de descifrarse. Aquí residen más personas fuera de la isla que dentro y aun con el discrimen que enfrentan en la diáspora, muchos continúan queriéndose sentir como parte de los Estados Unidos. Aquí seis de cada diez estudiantes abandona la escuela. Asimismo, existen más “universidades” e instituciones educativas por metro cuadrado, que como bien describe Lalo:
En algunas de ellas no existen estudiantes sino “clientes”, ya no se enseñan disciplinas y carreras universitarias aceptadas y reconocidas universalmente, sino que se estudia “haciendo lo que te gusta” (…) Este tipo de instituciones que solo tienen de universidad una palabra en su nombre, conceden títulos en profesiones inexistentes y fantasiosas a millares de “clientes” incapaces de leer un texto y de escribir correctamente una carta.
Puerto Rico es un país prácticamente exento de librerías, de aceras, de peatones, de transporte público real y viable, de unos sistemas de salud y educación asequibles, económicamente viables y competentes. Aquí casi la mitad de la población vive bajo el índice de pobreza y ahoga las ayudas federales por no poderse sustentar de modo autónomo y, de esa cantidad, (aproximadamente 43%), el 60% corresponde a hogares liderados por madres solteras. En Puerto Rico los problemas cardiacos, de diabetes y sobrepeso constituyen las causas de muerte principales, de la mano del cáncer. El sedentarismo es rutina y si se permitiera, hasta a los malls entraría la gente con el carro, por no tener que caminar. El índice de desempleo (13.7%) representa el doble del de Estados Unidos continental. Aquí importamos casi el 90% de los alimentos que ingerimos. Se vende pescado de China y menta de Israel en los supermercados en una isla donde cualquier semilla desearía crecer por sí sola si dedicáramos tiempo a sembrarla. Aquí nos arropa la violencia de género (y peor de todo, el candidato que lleva la delantera, ha expresado en tantas ocasiones estar en contra de una educación inclusiva y con perspectiva de género), el crimen, la droga, la corrupción y los estragos de la incultura. Aquí todavía se debate si debería de legalizarse la droga cuando nuestras cárceles están abarrotadas de jóvenes que por haber sido encontrados con escasa marihuana, tronchan sus futuros personales y laborales. Somos un país de mucho apetito por los Whoppers y poco por la autonomía. Aquí se come lo que te sirvan sin cuestionar. Aquí la lírica de Anuel tiene más importancia que sacar la tarjeta electoral; las reinas de belleza acaparan más atención que la educación y la adicción a la tecnología supera el razonamiento humano. Las prioridades se alinean con las exigencias del qué dirán.
Ante este panorama tan desalentador, me temo que la luz de esperanza que mantenía guardada para los momentos más necesitados, se apaga lentamente. Solo resta esperar qué aguardará el futuro de nuestra isla tras una de las elecciones más importantes de la historia moderna.
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