Descubriendo Tioman

Llevo ya algunas semanas en Kuala Lumpur. Mi nueva vida está marcada por las rígidas normas del islam, sin embargo el curso que estoy tomando me encanta. He desarrollado lo que aparenta ser una rutina en el tiempo que llevo en Malasia. Me levanto bastante temprano, el curso es por la mañana, pero antes voy a desayunar a la cafetería de la universidad, donde junto a la otra Sara, somos las únicas extranjeras. El otro día tenía un antojo de algo dulce y pedí unas tostadas francesas en el comedor de la uni. En un plato plástico me sirvieron dos pedazos de pan de molde, fríos y poco atractivos. Me quedé sorprendida, pero tratando de disimular, pregunté a la señora si tenían sirope para las tostadas. Con una mirada perpleja me entregó un bote de mayonesa. No sabía de qué le hablaba. ¡Qué tonta fui!
Bueno, de todas maneras, todo está fluyendo bastante bien. Lo único que cambiaría es la compañera de viaje, quien en las últimas semanas parece ser mi cola, más que nada. No tenemos absolutamente nada en común menos el hecho que nos encontramos paradas sobre el mismo suelo. Lo lógico sería pensar que dos seres que han decidido llevar a cabo actividades similares en un lugar tan lejano de casa podrían por lo menos mantener una conversación, sin embargo, este no es nuestro caso en absoluto. No tengo el más mínimo interés de estar con esta chica. No habla y es súper dependiente, una carga más que nada. Una carga aburrida. No obstante el fin de semana pasado decidimos escaparnos de la ciudad ya que el cuerpo nos pedía playa.
Tomamos un ferry de Mersing a la isla de Tioman (dos horas aproximadas). Me quedé dormida en el trayecto y una vez abrí los ojos me encontré con una de las vistas más surreales del mundo. Parece un lienzo esta islita: vegetación fosforescente, palmeras sobre enormes piedras calizas, monitos que cuelgan de las bambúas y pequeñas chozitas, donde nos alojamos. Una pena que mi compañera de viaje es la persona más aburrida del mundo, pero bueno, intento disfrutar lo máximo sin incluir sus malas vibras en mi burbuja. Nos bajamos del ferry en la última parada, Selang, y rápidamente un chico nos llevó a los ¨bungalows¨. El mar parece un espejo; la arena, talco.

No sabía lo mucho que había extrañado la playa hasta que me sumergí bajo el agua. Alquilé una máscara de snorkeling y me fui a explorar por las piedras. Vi pepinos de mar negros y con espinas enormes, peces pequeñitos y otros más grandes de millones de colores, corales rojos y negros. ¡Alucinante! Estuve debajo del agua durante horas descubriendo aquel mundo desconocido.

En la tarde nos fuimos a cenar a ¨Zaid´s Place¨, el único chiringuito en la isla. Eddie, un chico de piel caramelo, mirada intensa y muy buenas vibras, es el camarero. Nos entretuvo con magia, canciones y reflexología. Le encantó mi pelo y hasta me preguntó si era "original". Ahí estuvimos un buen rato y a medida que llegaban más personas, me di cuenta que ya no tendría que preocuparme por la compañera aburrida. Ya no importaba. Nos trajeron ginebra en un coco frio y estuvimos bailando bajo las estrellas toda la noche. Pura vida.

Primer día en Kuala Lumpur


3 de junio de 2002

Después de más de veinticuatro horas de viaje, de Boston a Kuala Lumpur vía Londres, me encuentro ahora en la capital de Malasia. Hace unos meses decidí que este verano lo dedicaría a sumergirme en la cultura del sureste asiático. Me matriculé en un curso sobre cultura y filosofía oriental que ofrece la Western Michigan University en Petaling Jaya y pues, aquí estoy. ¡Qué surreal!

Comparto una habitación en un "condo" hiper moderno a las afueras de Kuala Lumpur con una chica austera, budista de Indonesia. "What kind of music do you like?", le pregunto, buscando conversación. "If the song is nice, I like it", me contesta pausadamente como si fuera la respuesta más obvia del mundo.

Es mi primer día en este país. No es nada como lo imaginaba. Hace más calor que en el Caribe y hay rascacielos por todas partes. La tecnología parece permear cada rincón. Por lo que puedo observar hasta ahora coexisten tres grupos culturales en esta península. Por una parte, la población china, luego están los indios del sur del país y finalmente, los malayos, que parecen ser un amalgama de éstos dos.

Llegué temprano a mi nueva residencia, un rascacielos altísimo en un suburbio de Kuala Lumpur. Tuve que firmar un reglamento que me dejó flipando. El primer ítem decía que bajo ninguna circunstancia te puedes bañar en la piscina con biquini. Decirle esto a una caribeña, especialmente con la humedad y el calor que permea en este país, es inverosímil. Y como si fuera poco, si te metes a la piscina en bañador de una pieza, debes ponerte una camiseta por encima. Islam, islam. El segundo reglamento dice que hay un toque de queda hasta las 12 de la medianoche, no se pueden traer visitantes dentro del piso, ni consumir el alcohol, ni fumar tabaco y que ni se te ocurra estar hablando con alguien del sexo opuesto frente al edificio, porque ¡imagínate! Conseguir una cerveza es tarea imposible. Hasta en la calle aparenta constituir la más grande travesía del mundo. Simplemente, no te la venden.

De todas maneras, la gente es muy agradable. Henry, un malasio-chino católico, quien es el director del programa y su asistente, Guam, un budista chistoso y liberal, fueron quienes me recogieron al aeropuerto. Además de mí, hay una sola persona más en el programa. Irónicamente también se llama Sara, aunque sin H y es una chica de Minnesota. Nos han asignado una guía musulmana que se llama Mariam, quien nos "atenderá". Es muy simpática.

Después de darnos una vuelta por los predios de la universidad, nos han dicho que esta noche nos llevarán a un espectáculo de bailes culturales en un hotel con cena y todo. Hasta ahora todo va de maravilla. ¡Qué alguien me pellizque que aún no me creo que está será mi nueva realidad!

Una mirada al mundo