El mundo de la aberración


Su presencia es perturbadora, invasiva y quebranta la melodía y personalidad característica de este barrio santurcino. Incluso antes de entrar al edificio, ya de inmediato, percibes esa mala vibra. Una capa de pintura color crema arropa la fachada. El azul del cartel que lleva el nombre, se nota en la distancia. LA PARADA WALMART. Como si no bastara ya con la cantidad de pequeños negocios que se han ido a la quiebra por no poder competir con los precios tan bajos de este nuevo vecino- al otro lado de la calle, como en cada cuadra de esta metrópolis- han sembrado otro Walgreens. Estos dos gigantes han desgarrado las empresas boricuas y han hipnotizado a este pueblo a creer que tienen un sinnúmero de necesidades artificiales que solo podrán satisfacer si compran aquí. Estos dos gigantes han desbaratado la belleza de nuestra arquitectura, de nuestros paisajes, de nuestro carácter caribeño tan característico para imponerse con su presencia usurpadora. Y con todo el daño que han causado y continúan causando, los seguimos recibiendo con bandeja de oro.

Vamos a entrar hoy por primera vez. El estacionamiento es de esos enormes multi-pisos que tanto detesto por ser un laberinto sin principio ni fin. El techo es demasiado bajo para la cantidad de carros enormes que guarida dentro. El tamaño de los estacionamientos también es equivocadamente estrecho. Para encontrar uno vacío, es necesario dar al menos tres vueltas al parking, y, si es día de cobro- como hoy- posiblemente, más de cinco. Una vez logras encontrar un espacio para dejar el carro, la próxima misión es penetrar en la megatienda. El primer problema es que no hay escaleras abiertas al público, “más que en caso de emergencia”, cómo explicó el guardia de turno encargado de estar delante de los cuatro enormes ascensores monitoreando la entrada y salida de personas.

Como uno de los ascensores estaba fuera de servicio, había que esperar al menos diez minutos para lograr un huequito dentro de los otros tres. Entre todo ese tumulto de personas, no había ni una sola que no estuviera obesa. Hablaban alto, todos a la vez- se veían desalineados, mal vestidos. Muchos empujaban carritos de compra vacíos dentro del ascensor y en lugar de esperar, como se hace en los países CIVILIZADOS, para que la gente salga primero y así luego poder entrar en orden- todos formaban una barrera.


Una vez dentro del ascensor subimos y bajamos un par de veces. Pensé durante un momento que era porque el ascensor tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para cargar todo ese montón de libras de más. Una vez finalmente abrieron las puertas, el mundo de la aberración nos dio la bienvenida. Igualito que en un capítulo de South Park, noté el abrumador impacto del sonido de carritos de compra chocándose entre sí,  las enormes cantidades de comida empaquetada, muchas personas- aún desconozco si eran inválidas o simplemente demasiado gordas para moverse sobre sus propias piernas- que tenían que recurrir a las sillas de ruedas eléctricas esas que llevan una canasta enfrente para trasladarse por la tienda. Cuatro mesas enormes con productos 100% americanos de motivo de Thanksgiving yacían en una esquina. Pies de cherry, de manzana, de limón, con frosting, sin frosting, bizcochos de red velvet, cupcakes de mil colores artificiales, quesitos en paquetes enormes, cinnamon buns, bueno de todo lo que conduce directamente a una diabetes tipo dos. 

Me giré a otro lado y una empleada senior citizen gritaba al tope de sus pulmones las ofertas del shopper. QUE DISFRUTES TU EXPERIENCIA EN WALMART. Tuve que contenerme para no vomitar.


Salí de ese lugar casi volando. Qué experiencia tan desagradable, Dios mío. Una vez más, tuve que enfrentarme a la situación con los ascensores, pero esta vez aún peor, ya que la cantidad de carritos de compra llenos hasta el tope, era mucho mayor. Una pareja de americanos que vive en la isla criticaba el desorden para subir y bajar de los ascensores. Otro de Ohio a su lado, se reía de mis compatriotas de una forma muy burlona. Sentí una vergüenza ajena que se me hacía difícil contener. Consideré por un momento que esos americanos eran mis enemigos por criticar a mi país y que debía intervenir de algún modo. Sin embargo, antes de contestarles, me detuve un minuto y me di cuenta de que… tienen razón. Esto da lástima. 

Doy un paso fuera del ascensor y decido que jamás volveré a pisar ese lugar ni presenciar eso que acabo de dejar atrás. 

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