Tierra de nadie, tierra de todos

 Hace tres semanas estuve en Londres. Hacía varios años que no visitaba la capital del Reino Unido y la verdad es que me maravillé ante su metamorfosis. Durante cuatro noches me quedé alojada en Wood Green, un distrito al norte de la urbe. Gracias a Airbnb- una página que permite a los viajeros alojarse en residencias privadas- mi hogar durante ese tiempo fue la residencia de una rusa, dueña de un restaurante italiano en dicho sector, que además alquila tres de las habitaciones de su casa a viajeros como yo. En el cuarto adyacente al mio pernoctaban dos chinas; una universitaria que llevaba varios años en Londres y su madre. En la azotea, por otra parte, dormía un hombre de un país de Europa del Este, desconozco cuál. Cada mañana me levantaba a preparar café y me topaba a medio camino con estos otros huéspedes, que junto a mí, formaban un tipo de microcosmos internacional en aquella casa.
Aventurarse desde Wood Green al centro de Londres es una misión. Si vas en un double decker, aún más. Por el tráfico- sobre todo en la época navideña- solía demorarme al menos hora y media. Salir de Wood Green nada más requiere de mucha paciencia, pues las calles son estrechas, los comercios son muchos y el flujo, tanto de personas como de tránsito, es abrumador. Cada vez que me subía a un autobús, procuraba siempre sentarme en el primer asiento de la segunda planta, para así poder observarlo todo desde arriba y con claridad. A menudo lo conseguía.  
 Desde luego, no es un área bonita. Muchos londinenses la conocen por ser la zona residencia de immigrantes de bajo ingreso. En la calle principal yacen cientos de negocios de mil y un tipo. Puestos de kebabs turcos, restaurantes de comida china, otros indios, tiendas de primera necesidad pakistaníes, supermercados polacos, barberías italianas, centros de envío de remesas africanos, bares jamaiquinos, carnicerías islámicas que solo venden carne halal, centros culturales etiopíes, uno que otro puesto que vende vegetales caribeños. Uno pegado al otro sin ningún tipo de espacio o respiro entre medio. No pude evitar maravillarme al ver cómo tantas culturas son capaces de coexistir en este lugar. Tantas culturas tan diferentes entre sí.
Una vez te subes al autobús te encuentras mucho más de cerca con este otro mundo. Uno muy difícil de descifrar. Te pierdes entre tantos idiomas, tantos dialectos. Cada cara está marcada por diferentes rasgos, diferentes tonos de piel, ojos que son el alma de tantas naciones, tantas experiencias culturales, tantos países. Cada uno habla por celular en un idioma que desconoces. Cada uno carga con un bagaje cultural muy único. A mi lado se encuentran dos mujeres en burka. Son africanas, desconozco de qué país exactamente, pero visten de colores muy llamativos a pesar de cubrir sus cuerpos por completo.
En esa tierra de nadie, nadie habla inglés. Ni siquiera el conductor es un local. Todos estos immigrantes llegan, de alguna manera y por la misma razón, a Wood Green. Me detengo una vez más a mirar por la ventana. Esta vez el tráfico ha sido detenido por una manifestación de turcos que abogan porque se detenga la masacre de kurdos en su país. Una mujer de voz ronca grita por un altoparlanteante ante una multitud de personas todas arrodilladas en la calle y mojándose por la lluvia. No hablan inglés. Los policías que controlan el paso vehicular tampoco son británicos. Tengo que hacer un esfuerzo por recordar que aún estoy en Londres y no en Anatolia.  
 Me abruma el bombardeo de experiencias sensoriales. No sé para dónde mirar. Me siento como una hormiga indefensa en medio de una torre de Babel. De momento me invade un mal presentimiento. Si fuera a desatarse un mal rato aquí, ¿cómo haría para salir ilesa?
Intento devolver mi pensamiento a algo positivo. Cierro los ojos y por obra de magia ha pasado ya una hora. Estoy en Trafalgar Square, en el centro de Londres. Ante mí me encuentro con un mundo totalmente diferente. He dejado atrás aquella otra tierra de nadie, tierra de todos.

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