Once in Nature

 Ayer estuve en un lugar que aún no sé si es real o un producto de mi imaginación. Un pueblito de ensueño escondido entre montañas del Himalaya, follaje y pinos, nubes que se mecían con el viento y todo envuelto en un velo de misticismo y paz. Como cuando subes a la cima de alguna montaña y observas todo desde arriba, pues así, lo único que mucho más celestial. 
El lugar se llama Once in Nature y yace cerquita del pueblo Dharamkot, en el norte de la India. Llevo dos semanas viviendo cerca de este espacio que es una especie de café, restaurante y jangueo nocturno, donde está prohibido tomar alcohol (como en muchos otros lugares de India). Hasta ayer no lo había visitado, pero aproveché el fin de semana que tengo libre del curso de yoga que hago durante este mes para adentrarme en los montes himalayos y conocer Once in Nature. Particularmente ayer valía la pena hacerlo, pues se había anunciado que harían un baile meditativo y organizamos ir con todo el grupo de compañeros y futuros maestros/as de yoga. 
 En los pueblos que conforman la zona de Himachal Pradesh se respira un aire muy diferente al resto del país. Muchos incluso dicen que no es la verdadera India, pues está muy lejos del caos, el tráfico, el polvo y la cotidianidad que podrías encontrarte por ejemplo en Delhi. En Bhagsu, donde vivo, hay pocas personas, muchos árboles y verdor, tranquilidad, cafecitos pintorescos que sirven teces de menta y jengibre y escaleras empinadas en piedra que se suben y bajan a diario. Se conoce también por ser una zona de espiritualidad, la cuna del Dalai Lama, sede de reconocidas escuelas de yoga, centros de ayurveda y retiros de meditación y budismo. Son muchos los viajeros que permanecen en este entorno varias semanas e incluso meses buscando enriquecerse de este tipo de experiencias. 
  Para llegar de Bhagsu a Once in Nature tuve que hacer una pequeña expedición entre rocas, montañas y cardos espinosos que me hincaban los pies. En el camino me topé con vacas, cabras y hasta un caballo blanco que parecía sacado de una película del Señor de los Anillos. No había letreros por ninguna parte y en un cierto momento, me detuve entre las nubes y juré que estaba soñando. 
Finalmente, ya al tope del monte, me crucé con un espacio abierto donde un grupo de niños locales jugaba cricket. Al costado observé sembrados de maíz, cáñamo, pinos y otros árboles endémicos. Las nubes me arropaban. Decidí subir con dos amigos al tope de una roca. Más tarde bailamos música trans mientras un saddhu cantaba mantras en una tarima, tomamos té de especias, batidas de frutas, picamos platos tibetanos veganos y conocimos gente local super interesante. Desde gurus, yogis, hasta músicos, otros turistas de Israel, indios que vacacionaban por la zona y locales hospitalarios e interesados en compartir experiencias con nosotros.
Cada día en este lugar es una aventura. La escuela de yoga a la que le dedico doce horas al día, es intensa. Se suda, se esfuerza tanto el cuerpo como la mente y sobre todo, se aprende muchísimo. Pasan los días y se torna difícil traducir cada experiencia a palabras. Esta semana facilité mi primera clase de yoga en sanscrito (uno de los idiomas más antiguos del mundo), hice también tai-chi por primera vez, me adentré más en la filosofía védica y la anatomía del cuerpo, conocí otras técnicas de meditaciones activas y pasivas, me aproximé al desapego de ataduras materiales y espirituales y sobre todo- me acordé de ser siempre agradecida. Yoga es un camino de optimismo, de salud, de paz, de transformación. Hacer una práctica intensa durante cuarenta días y sobre todo en India, requiere de una gran dosis de control, disciplina, aceptación, dedicación y aprender a estar cómodo/a sobre todo en momentos de gran incomodidad. Cada postura, cada respiración se trata de eso mismo: aceptar, agradecer y encontrar la paz en medio del caos y de la inconveniencia y el estorbo.
Una metáfora de la vida misma...

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