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Gente

Un país no lo define su historia. Ni su geografía. Ni su belleza natural o lugares de interés. Mucho menos su lengua. Lo define su GENTE. Así es. Los seres humanos que coexisten con nosotros en este planeta delimitan y proporcionan (o arrebatan) vida a cada rincón que nos rodea. Por lo menos eso creo yo. Los catorce años que llevo dándole la vuelta al mundo me lo han comprobado.

 Mantengo infinitos recuerdos en lugares verdaderamente feos, muy pobres y descoloridos donde me sentí en el paraíso. La gente que me rodeaba era realmente maravillosa. Cuando viví en Lima por ejemplo, recuerdo las tardes grises, desérticas y polvorientas, de panoramas verdaderamente tristes. Sin embargo, mi alma siempre sonreía. Tenía los mejores amigos que había conocido en un parque cercano al vecindario de Surco. En las tardes después de trabajar como voluntaria en la escuela Fe y Alegría del pueblo jóven de Villa el Salvador (Información sobre la escuela), venían a recogerme en un Volkswagen viejo. Eran como ocho y no sé cómo hacíamos para caber todos en aquél vehículo tan pequeño. Algunas veces íbamos al litorial en el sur de la capital, donde un amigo tenía una casa de playa. La mayoría de los encuentros, sin embargo, se producían en el Parque de las Ardillas, cerquita de nuestras residencias. No era que hiciéramos gran cosa. Bastaba con hablar, contar o escuchar historias y dejar fluir. 

No recuerdo Lima como un lugar bonito en el sentido estético, sin embargo en mi memoria lo evoco como uno precioso. El sentido de humor de la gente era contagioso. Le ponían sobrenombres a todos y a todas. Aún con poco dinero, no nos faltaba nada. Siempre había sonrisas y buenos ratos. Mis memorias de ese lugar, y diría que de practicamente todos los países donde he vivido, provienen de la misma fuente: la GENTE.

Ahora todo ha cambiado. No ha sido por elección propia, eso está claro. En los casi tres años que llevo aquí la mayoría de los recuerdos que mantengo son positivos, pero no provienen de esa raíz. Han sido más bien relacionados a mi profesión o a logros que me he propuesto y los he alcanzado, pero tienen poco que ver con las personas. Y ahora que ya he llegado a la cima de esta etapa, me siento a reflexionar y me pregunto, ¿con quién compartiré todo esto? ¿Donde están los equivalentes a mis amigos limeños? ¿Y el Volky? 

Tristemente, nunca existió. Intento encajar, intento fluir, intento conectar. Pero no se da. Hay fricción, malos entendidos y mucha frustración. También soledad. No se producen encuentros casuales como aquél en el Parque de las Ardillas limeño. Es otra cultura, otra gente y por más que intente, no la logro entender.

Notas desde un avión


El polaco es un idioma que toca fuertes acordes. A veces si lo escucho desde una dulce voz, me provoca sentimientos de placer y ternura. Los diminutivos son también dulces, especialmente si son pronunciados entre niños pequeños o entre susurros de pareja. También es capaz de provocarme un sentimiento maternal, cálido, como el abrazo de una madre en momentos de desolación. Me recuerda el confort que se siente al tomar una sopa calientita en un día de invierno. Sin embargo, tanto como puede encariñarme, también es capaz de torturarme. Es una lengua fuerte, que te penetra en los oídos a menudo. Muchos sonidos son cacofónicos, perturban sin compasión. Si alguien tiene rabia o ira, en polaco se acentúa mucho más. Los tonos altos son punzantes y monótonos. Y la monotonía al igual que una guitarra desafinada es capaz de volver loco a cualquiera.

Desde el asiento 12 J del vuelo de la LOT (línea aérea polaca) voy rumbo a Nueva York desde Varsovia. Llevo casi cuatro horas siendo muy paciente. Detrás de mi se encuentra el objeto de mi desiquilibrio: un trío de polacos cincuentones que parece van rumbo a América por primera vez. En los aproximados 250 minutos que llevo en este asiento no han hecho otra cosa que hacer extremadamente pública su conversación. El polaco que pronuncian es agudo, alto, insoportable, igual que la guitarra desafinada.
Antes de que acabara la primera hora de vuelo ya el olor a whiskey desde la botella duty-free que bebían impregnaba también mi asiento. Con cada risa exagerada una de las dos señoras me golpea el asiento. Intenté soportarlo hasta que ya no aguanté más. Me giré y les dije en mi polaco ingenuo y primitivo que hacía cuatro horas que estaban hablando y que por favor bajaran la voz y respetaran al resto de los pasajeros.

La mayor de las dos me dijo que me pusiera los cascos porque ellos habían comprado su billete y tenían el derecho de hacer lo que les parecía. No entendí su razonamiento. Sin más, pasaron de mí y continuaron su conversación como si nada, y peor que todo, aún más alta. Más frustrada que antes, volví a sentarme en mi asiento para no causar más problemas. La chica a mi lado me hace una mueca de desagrado con la cara.

¿En qué momento nos hemos deshumanizado tanto?
No puedo leer, ni ver pelis y apenas puedo escribir esta nota. Me tienen mareada.
Está claro que están muy contentos. Posiblemente vayan de camino a casa de algún pariente en la Gran Manzana a celebrar la Navidad. No tengo ningún problema con eso, todo lo contrario. Lo que me saca de quicio es el egoísmo. El hecho de que ya ninguna conversación es privada. El hecho de que ya nos da igual respetar a los otros. Pasamos de todo. A la gente se le ha olvidado la importancia, la necesidad y el valor de la privacidad.
Los novios cortan sus relaciones por móbil mientras uno de los dos se encuentra en un tren topado de personas como sardinas en lata. Ignoran que todos esos extraños se estén enterando de las intimidades de su vida. Otros mantienen conversaciones muy íntimas mientras comen un bocadillo y caminan por la calle. Llanto, risa, coraje, nervios, se ve de todo. El multi-tasking nos ha hecho ganar mucho tiempo a la vez que destruye nuestros valores esenciales.

Parece que yo me he quedado atrás en el tiempo, pero no acabo de comprender en qué momento hemos perdido la esfera privada, el respeto, la conciencia de que vivimos en una sociedad y a la mayoría de las personas nos les interesan tus asuntos y merecen tener la opción de mantenerse al margen. Mientras más globales nos hacemos, más viajamos, más oportunidades se nos presentan. Sin embargo, ¿de qué nos sirve todo esto si con cada minuto sucumbimos a la deshumanización y nos tornamos más primitivos que nunca antes?
Espero que pronto el whiskey haga su efecto, los tumbe y yo también pueda disfrutar y tener derecho a mi momento de silencio, reflexión y felicidad rumbo a casa para celebrar la época más bonita del año...


Una mirada al mundo