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Notas desde un avión


El polaco es un idioma que toca fuertes acordes. A veces si lo escucho desde una dulce voz, me provoca sentimientos de placer y ternura. Los diminutivos son también dulces, especialmente si son pronunciados entre niños pequeños o entre susurros de pareja. También es capaz de provocarme un sentimiento maternal, cálido, como el abrazo de una madre en momentos de desolación. Me recuerda el confort que se siente al tomar una sopa calientita en un día de invierno. Sin embargo, tanto como puede encariñarme, también es capaz de torturarme. Es una lengua fuerte, que te penetra en los oídos a menudo. Muchos sonidos son cacofónicos, perturban sin compasión. Si alguien tiene rabia o ira, en polaco se acentúa mucho más. Los tonos altos son punzantes y monótonos. Y la monotonía al igual que una guitarra desafinada es capaz de volver loco a cualquiera.

Desde el asiento 12 J del vuelo de la LOT (línea aérea polaca) voy rumbo a Nueva York desde Varsovia. Llevo casi cuatro horas siendo muy paciente. Detrás de mi se encuentra el objeto de mi desiquilibrio: un trío de polacos cincuentones que parece van rumbo a América por primera vez. En los aproximados 250 minutos que llevo en este asiento no han hecho otra cosa que hacer extremadamente pública su conversación. El polaco que pronuncian es agudo, alto, insoportable, igual que la guitarra desafinada.
Antes de que acabara la primera hora de vuelo ya el olor a whiskey desde la botella duty-free que bebían impregnaba también mi asiento. Con cada risa exagerada una de las dos señoras me golpea el asiento. Intenté soportarlo hasta que ya no aguanté más. Me giré y les dije en mi polaco ingenuo y primitivo que hacía cuatro horas que estaban hablando y que por favor bajaran la voz y respetaran al resto de los pasajeros.

La mayor de las dos me dijo que me pusiera los cascos porque ellos habían comprado su billete y tenían el derecho de hacer lo que les parecía. No entendí su razonamiento. Sin más, pasaron de mí y continuaron su conversación como si nada, y peor que todo, aún más alta. Más frustrada que antes, volví a sentarme en mi asiento para no causar más problemas. La chica a mi lado me hace una mueca de desagrado con la cara.

¿En qué momento nos hemos deshumanizado tanto?
No puedo leer, ni ver pelis y apenas puedo escribir esta nota. Me tienen mareada.
Está claro que están muy contentos. Posiblemente vayan de camino a casa de algún pariente en la Gran Manzana a celebrar la Navidad. No tengo ningún problema con eso, todo lo contrario. Lo que me saca de quicio es el egoísmo. El hecho de que ya ninguna conversación es privada. El hecho de que ya nos da igual respetar a los otros. Pasamos de todo. A la gente se le ha olvidado la importancia, la necesidad y el valor de la privacidad.
Los novios cortan sus relaciones por móbil mientras uno de los dos se encuentra en un tren topado de personas como sardinas en lata. Ignoran que todos esos extraños se estén enterando de las intimidades de su vida. Otros mantienen conversaciones muy íntimas mientras comen un bocadillo y caminan por la calle. Llanto, risa, coraje, nervios, se ve de todo. El multi-tasking nos ha hecho ganar mucho tiempo a la vez que destruye nuestros valores esenciales.

Parece que yo me he quedado atrás en el tiempo, pero no acabo de comprender en qué momento hemos perdido la esfera privada, el respeto, la conciencia de que vivimos en una sociedad y a la mayoría de las personas nos les interesan tus asuntos y merecen tener la opción de mantenerse al margen. Mientras más globales nos hacemos, más viajamos, más oportunidades se nos presentan. Sin embargo, ¿de qué nos sirve todo esto si con cada minuto sucumbimos a la deshumanización y nos tornamos más primitivos que nunca antes?
Espero que pronto el whiskey haga su efecto, los tumbe y yo también pueda disfrutar y tener derecho a mi momento de silencio, reflexión y felicidad rumbo a casa para celebrar la época más bonita del año...


Una mirada al mundo