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La Circumvesuviana de Napoli


Italia es un país tan variado como la cantidad de ingredientes que pueden ponérsele a una pizza. Existen tantos matices dentro de la misma bota que ni los mismos italianos son capaces de trazar un paralelo. El norte, con su capital, Milan- urbe de la industria y de la alta costura. Venezia, la ciudad del Carnaval, las góndolas y los canales. Firenze, mecca del arte y el romance. Roma, un museo arqueológico al aire libre. Y luego está el sur, que dificilmente puede describirse con una frase, mucho menos con una palabra. Si tuviera que hacerlo, elegiría caos, vorágine, incluso, anarquía. No lo digo en un sentido despectivo, sino que el sur de Italia- en mi opinión, la zona más rica, cultural y estéticamente hablando- es un verdadero mundo aparte.

De todas los símbolos que podría elegir para describir esta tierra, elijo el ferroviario- La Circumvesuviana- que conecta el área metropolitana urbana y suburbana de Napoli a través de seis líneas y noventa y seis estaciones. La Circumvesuviana, que obtiene su nombre del volcán de la metrópoli, fue fundada en 1890 y transporta a diario a miles de ciudadanos que se desplazan entre el centro de la ciudad y la periferie residencial. A pesar de deslizarse a una velocidad muy rápida, es un ferroviario viejo, lleno de graffiti, ventanas sucias y más importante aún- una impresionante cantidad de personajes que residen en esta colorida y caótica ciudad. Aunque la mayoría son locales  que pueden fácilmente ser percibidos por su particular indumentaria (pronunciado maquillaje, camisetas de colores neones, zapatillas con tacones, cejas masculinas depiladas y  accesorios de imitación de marcas lujosas)- en el tren también se trasladan immigrantes. Si se viaja muy temprano en la mañana o de noche, son muchos los pasajeros que se quedan dormidos. Los bengalíes que venden rosas, los africanos y los chinos que transportan mercancía en bolsas de plástico descansan sus párpados durante algunas paradas antes de llegar a la Piazza Garibaldi, el centro de la ciudad.

La mayoría de los pasajeros son hombres. Sus miradas penetrantes y según ellos "curiosas", hacen que ninguna mujer pase desapercibida. Parecen estar atentos en todo momento a lo que uno habla. El entra y sal del tren es complicado. La gente se empuja con frecuencia. En la Circumvesuviana jamás reina el silencio. Aquí se habla napoletano. Fuerte y alto. Las manos se mueven constantemente. Con un gesto se dice más que con cien palabras.

Un hombre gordo, sudado y enojado se nos acerca. Reniega y no se le entiende lo que dice. Al otro extremo una señora de pasada la media edad se duerme en su asiento mientras teje un encaje. Entran cuatro gitanos en la siguiente estación. Cargan acordeones y una trompeta. Hacen la interpretación más animada de "Volare" que jamás he escuchado en mi vida. Una vez han terminado, se pasean por los asientos a ver si alguien les echa una monedita. Nadie lo hace. Dos hermanas sentadas frente a nosotras bajan la mirada. Ambas tienen el pelo rubio pintado, pronunciado maquillaje, diamantes de imitación, uñas acrílicas y carteras Dolce & Gabbana (Made in China). En el otro extremo, un viejo pescador con su caña de pescar descansa el esqueleto después de un arduo día de trabajo. Su cuerpo expulsa un fuerte olor a sudor y alta mar. Al fondo del tren, un grupo de adolescentes con gafas imitación Ray Ban escuchan una especie de reguetón italiano desde un móbil y se ríen a carcajadas de un borracho que se ha bajado en la última estación.

Aquí se ve de todo. Mi amiga y yo vamos de camino a la Costa Amalfitana. Son 25 paradas hasta Sorrento. Nos tardamos cerca de una hora y media, y una vez nos bajamos del tren, nos topamos con otro mundo. Hemos dejado atrás el microcosmos de la Circumvesuviana para llegar a otra Italia. Una de las muchas...

Notas desde un avión (Parte II)


En los aviones a menudo se producen situaciones y diálogos que inspiran a escribir. Tal vez por la cercanía en que uno se halla con otros seres humanos durante varias horas, o el hecho de que voy a bordo de un vuelo de San Juan a Chicago repleto de boricuas que cuentan sus historias sin tapujos. El "eavesdropping" (escuchar a escondidas) resulta ser un buen antídoto para el aburrimiento y desde hace un rato me estoy entreteniendo con la conversación de mis vecinas sentadas en la fila detrás. A raíz de sus historias me he acordado de que a pesar de ser una islita tan pequeña, existen docenas de tipos de puertorriqueños. El grupo de mayor índice poblacional habita fuera de la isla. Pertenecen a un complicado fenómeno de identidad que conlleva ser parte de la diáspora y, según estadísticas, constituyen alrededor de cinco millones de personas. La mujer que está sentada justo detrás de mí es una de ellas. Nació hace cincuenta años en la ciudad señorial de Ponce, pero desde hace cuarenta y cinco vive en Chicago. Habla un español chapuzeado y suele pronunciar dos o tres palabras en inglés en cada frase. Los años en el exilio la han desconectado de su tierra y le cuesta recordar vocabulario en su lengua materna. Su vecina, sentada en el asiento de en medio, le cuenta que también es ponceña, aunque aún reside en la ciudad, y conversan sobre los principales lugares de interés de la misma.

-"Yo estuve por la playa esa de Ponce, la Concha", dice la primera.
-"La Guancha, la Guancha", la corrige la segunda.
-"¿Y estuviste en el Museo de Arte?", pregunta ingenuamente la segunda.
- "No, no. No tuve tiempo para eso", responde la primera. "Pero comí muchos tostones de la cosa esa verde grande. ¿Cómo es que se llama?", le pregunta.
 "Debe ser pana", responde.

Reflexiono sobre este tema y siento pena porque sé que el grupo de la diáspora que emigró hace veinte años o más (y en ocasiones incluso mucho menos) conocen muy poco acerca de su cultura, sus raíces. Conforman un extraño híbrido. ¿Quiénes son realmente? ¿Qué identidad poseen? En Estados Unidos son
"pororicans", "latinos", o "hispanic". Pero a nosotros los boricuas que hemos vivido la mayoría de nuestras vidas en la isla, no se nos parecen en nada y no nos identificamos con ellos. No son ni de aquí de allá. Llevan otro estilo, hablan con un acento raro, poseen una actitud expatriada y la mayoría está desconectada de los temas que afectan la isla.

Cuando leo el periódico y aumentan cada vez más las cifras de personas que al igual que yo también han tenido que emigrar de la isla por x ó y razón, me pregunto si llegará un momento en que ya no existan boricuas defensores de su cultura e identidad. Posiblemente estarán todos ocupados metamorfosiándose y evolucionando en otras formas...

Notas desde un avión


El polaco es un idioma que toca fuertes acordes. A veces si lo escucho desde una dulce voz, me provoca sentimientos de placer y ternura. Los diminutivos son también dulces, especialmente si son pronunciados entre niños pequeños o entre susurros de pareja. También es capaz de provocarme un sentimiento maternal, cálido, como el abrazo de una madre en momentos de desolación. Me recuerda el confort que se siente al tomar una sopa calientita en un día de invierno. Sin embargo, tanto como puede encariñarme, también es capaz de torturarme. Es una lengua fuerte, que te penetra en los oídos a menudo. Muchos sonidos son cacofónicos, perturban sin compasión. Si alguien tiene rabia o ira, en polaco se acentúa mucho más. Los tonos altos son punzantes y monótonos. Y la monotonía al igual que una guitarra desafinada es capaz de volver loco a cualquiera.

Desde el asiento 12 J del vuelo de la LOT (línea aérea polaca) voy rumbo a Nueva York desde Varsovia. Llevo casi cuatro horas siendo muy paciente. Detrás de mi se encuentra el objeto de mi desiquilibrio: un trío de polacos cincuentones que parece van rumbo a América por primera vez. En los aproximados 250 minutos que llevo en este asiento no han hecho otra cosa que hacer extremadamente pública su conversación. El polaco que pronuncian es agudo, alto, insoportable, igual que la guitarra desafinada.
Antes de que acabara la primera hora de vuelo ya el olor a whiskey desde la botella duty-free que bebían impregnaba también mi asiento. Con cada risa exagerada una de las dos señoras me golpea el asiento. Intenté soportarlo hasta que ya no aguanté más. Me giré y les dije en mi polaco ingenuo y primitivo que hacía cuatro horas que estaban hablando y que por favor bajaran la voz y respetaran al resto de los pasajeros.

La mayor de las dos me dijo que me pusiera los cascos porque ellos habían comprado su billete y tenían el derecho de hacer lo que les parecía. No entendí su razonamiento. Sin más, pasaron de mí y continuaron su conversación como si nada, y peor que todo, aún más alta. Más frustrada que antes, volví a sentarme en mi asiento para no causar más problemas. La chica a mi lado me hace una mueca de desagrado con la cara.

¿En qué momento nos hemos deshumanizado tanto?
No puedo leer, ni ver pelis y apenas puedo escribir esta nota. Me tienen mareada.
Está claro que están muy contentos. Posiblemente vayan de camino a casa de algún pariente en la Gran Manzana a celebrar la Navidad. No tengo ningún problema con eso, todo lo contrario. Lo que me saca de quicio es el egoísmo. El hecho de que ya ninguna conversación es privada. El hecho de que ya nos da igual respetar a los otros. Pasamos de todo. A la gente se le ha olvidado la importancia, la necesidad y el valor de la privacidad.
Los novios cortan sus relaciones por móbil mientras uno de los dos se encuentra en un tren topado de personas como sardinas en lata. Ignoran que todos esos extraños se estén enterando de las intimidades de su vida. Otros mantienen conversaciones muy íntimas mientras comen un bocadillo y caminan por la calle. Llanto, risa, coraje, nervios, se ve de todo. El multi-tasking nos ha hecho ganar mucho tiempo a la vez que destruye nuestros valores esenciales.

Parece que yo me he quedado atrás en el tiempo, pero no acabo de comprender en qué momento hemos perdido la esfera privada, el respeto, la conciencia de que vivimos en una sociedad y a la mayoría de las personas nos les interesan tus asuntos y merecen tener la opción de mantenerse al margen. Mientras más globales nos hacemos, más viajamos, más oportunidades se nos presentan. Sin embargo, ¿de qué nos sirve todo esto si con cada minuto sucumbimos a la deshumanización y nos tornamos más primitivos que nunca antes?
Espero que pronto el whiskey haga su efecto, los tumbe y yo también pueda disfrutar y tener derecho a mi momento de silencio, reflexión y felicidad rumbo a casa para celebrar la época más bonita del año...


Una mirada al mundo