La leyenda de Cueva Ventana


Había una vez y dos son tres
Un dueño de una hacienda muy próspera
Se llamaba Don Julián Correa

Este señor era el padre de una
Muy guapa jovencita llamada Salomé
A quien le encantaba pasear a orillas del río

A la sombra de un antiguo úcar
Se reposaba y le sonreía a la vida
Hasta que su felicidad ya no tenía razón de ser

Su padre, muy en contra de la voluntad de su hija,
Quería casarla con el hijo de un rico hacendado
Se llamaba Don Ramón Rivera

Decidió entonces Salomé
Lanzarse al agua
Y de esa manera dar fin a su vida

Dentro de la corriente embravecida del río
Sintió que aún no era hora de su final y decidió Salomé
Encomendar su destino a los dioses

Unos cobrizos y musculosos brazos
De repente aparecieron desde lo alto por obra de magia
A rescatarla y reubicarla a la sombra del úcar

Cuando recuperó conciencia Salomé
Vio que su salvador era un noble taíno
Y de inmediato sintió un penetrante flechazo de cupido

Su nombre era Arauaca
De padre cacique y madre española
Y la tomó en sus brazos para llevarla de vuelta a la hacienda

A su llegada lo amenazaron de muerte
Don Julián le apuntó con su pistola
Salomé se interpuso entre los dos hombres

Intentó explicar que aquél taíno le había salvado la vida
Pero sus esfuerzos fueron en vano
Aunque Arauaca logró liberarse, no podría verla nunca más

Cada día Salomé regresaba al mismo río
Con la esperanza de encontrarse con su amor
Un día, bajo la sombra del úcar, reapareció

Le confesó que desde una sagrada cueva, ventana de su alma
La observaba siempre desde la distancia
Y la amaba en silencio

Esa tarde en que Salomé
Cayó al río y casi perece en la corriente
Arauaca la percibió desde lo lejos desde aquella cueva

En contra de la voluntad de su padre y los hacendados
Decidió Salomé irse a vivir con su guerrero
A aquél santuario divino y natural

Se juraron amor eterno
Y colorín colorado
Esta leyenda se ha acabado

(Interpretación personal de la leyenda taína "Salomé y el guerrero")

Cueva Ventana, Carr. 10 km. 75, Arecibo, PR



Poética en la distancia entre dos seres


Cuando desperté
La lluvia silenciosa
Y el sol, brillaba

Cuando desperté
Me enfoqué en el presente
O al menos traté

Me encanta la luz
Que desprende tu mente
Cuando la mueves

Caminos que se cruzan
Extrañamente
El destino, sonríe

Destino amado
Maravilloso aliado
Jamás varíes

Ahora me despido
Orden divino
Lo dejo al destino

Destino único
Solo te conozco
Si te presentas

Quisiera decir
Antes de que te marches
Te vas y quedas

Vivo el presente
Como si una memoria
Vívida fuera

Pasa al presente
Como si cuestión fuese
De vida o muerte

Siento un revulú dentro
Como digerir
Ya otra realidad, el hoy

Duro es olvidar
Mas si uno quiere vivir
No queda otra

Es hora de partir ya
Te mando un beso
Gracias por aparecer

Tras la ventana
Como un gesto en el tiempo
La voz del viento

He de confesar
Desconozco el destino
Otro lo urde

A veces pienso
Quel destino, el presente
Son lo mismo en mí

Nada puedes ver
Que no hayas antes visto
Luna junto al sol

Mi mundo es mío
El tuyo solo tuyo
Los compartimos

Mi cuerpo y vida
No son del todo míos
Rebasan mi ser

Pensar que somos
Agua y polvo cósmico
Genera risa

Aún con la mente
A días de distancia
Puedo tocarte

Como el sol eres
Alumbrando la noche
El día que duermes

Como sol eres
Está en ti ser puntual
Y reírte siempre

Siendo la noche
Bebes la poesía
De los durmientes

Siento la noche
Llegar a mis párpados
Deslizándose

Notas desde un avión (Parte II)


En los aviones a menudo se producen situaciones y diálogos que inspiran a escribir. Tal vez por la cercanía en que uno se halla con otros seres humanos durante varias horas, o el hecho de que voy a bordo de un vuelo de San Juan a Chicago repleto de boricuas que cuentan sus historias sin tapujos. El "eavesdropping" (escuchar a escondidas) resulta ser un buen antídoto para el aburrimiento y desde hace un rato me estoy entreteniendo con la conversación de mis vecinas sentadas en la fila detrás. A raíz de sus historias me he acordado de que a pesar de ser una islita tan pequeña, existen docenas de tipos de puertorriqueños. El grupo de mayor índice poblacional habita fuera de la isla. Pertenecen a un complicado fenómeno de identidad que conlleva ser parte de la diáspora y, según estadísticas, constituyen alrededor de cinco millones de personas. La mujer que está sentada justo detrás de mí es una de ellas. Nació hace cincuenta años en la ciudad señorial de Ponce, pero desde hace cuarenta y cinco vive en Chicago. Habla un español chapuzeado y suele pronunciar dos o tres palabras en inglés en cada frase. Los años en el exilio la han desconectado de su tierra y le cuesta recordar vocabulario en su lengua materna. Su vecina, sentada en el asiento de en medio, le cuenta que también es ponceña, aunque aún reside en la ciudad, y conversan sobre los principales lugares de interés de la misma.

-"Yo estuve por la playa esa de Ponce, la Concha", dice la primera.
-"La Guancha, la Guancha", la corrige la segunda.
-"¿Y estuviste en el Museo de Arte?", pregunta ingenuamente la segunda.
- "No, no. No tuve tiempo para eso", responde la primera. "Pero comí muchos tostones de la cosa esa verde grande. ¿Cómo es que se llama?", le pregunta.
 "Debe ser pana", responde.

Reflexiono sobre este tema y siento pena porque sé que el grupo de la diáspora que emigró hace veinte años o más (y en ocasiones incluso mucho menos) conocen muy poco acerca de su cultura, sus raíces. Conforman un extraño híbrido. ¿Quiénes son realmente? ¿Qué identidad poseen? En Estados Unidos son
"pororicans", "latinos", o "hispanic". Pero a nosotros los boricuas que hemos vivido la mayoría de nuestras vidas en la isla, no se nos parecen en nada y no nos identificamos con ellos. No son ni de aquí de allá. Llevan otro estilo, hablan con un acento raro, poseen una actitud expatriada y la mayoría está desconectada de los temas que afectan la isla.

Cuando leo el periódico y aumentan cada vez más las cifras de personas que al igual que yo también han tenido que emigrar de la isla por x ó y razón, me pregunto si llegará un momento en que ya no existan boricuas defensores de su cultura e identidad. Posiblemente estarán todos ocupados metamorfosiándose y evolucionando en otras formas...

Notas desde un avión


El polaco es un idioma que toca fuertes acordes. A veces si lo escucho desde una dulce voz, me provoca sentimientos de placer y ternura. Los diminutivos son también dulces, especialmente si son pronunciados entre niños pequeños o entre susurros de pareja. También es capaz de provocarme un sentimiento maternal, cálido, como el abrazo de una madre en momentos de desolación. Me recuerda el confort que se siente al tomar una sopa calientita en un día de invierno. Sin embargo, tanto como puede encariñarme, también es capaz de torturarme. Es una lengua fuerte, que te penetra en los oídos a menudo. Muchos sonidos son cacofónicos, perturban sin compasión. Si alguien tiene rabia o ira, en polaco se acentúa mucho más. Los tonos altos son punzantes y monótonos. Y la monotonía al igual que una guitarra desafinada es capaz de volver loco a cualquiera.

Desde el asiento 12 J del vuelo de la LOT (línea aérea polaca) voy rumbo a Nueva York desde Varsovia. Llevo casi cuatro horas siendo muy paciente. Detrás de mi se encuentra el objeto de mi desiquilibrio: un trío de polacos cincuentones que parece van rumbo a América por primera vez. En los aproximados 250 minutos que llevo en este asiento no han hecho otra cosa que hacer extremadamente pública su conversación. El polaco que pronuncian es agudo, alto, insoportable, igual que la guitarra desafinada.
Antes de que acabara la primera hora de vuelo ya el olor a whiskey desde la botella duty-free que bebían impregnaba también mi asiento. Con cada risa exagerada una de las dos señoras me golpea el asiento. Intenté soportarlo hasta que ya no aguanté más. Me giré y les dije en mi polaco ingenuo y primitivo que hacía cuatro horas que estaban hablando y que por favor bajaran la voz y respetaran al resto de los pasajeros.

La mayor de las dos me dijo que me pusiera los cascos porque ellos habían comprado su billete y tenían el derecho de hacer lo que les parecía. No entendí su razonamiento. Sin más, pasaron de mí y continuaron su conversación como si nada, y peor que todo, aún más alta. Más frustrada que antes, volví a sentarme en mi asiento para no causar más problemas. La chica a mi lado me hace una mueca de desagrado con la cara.

¿En qué momento nos hemos deshumanizado tanto?
No puedo leer, ni ver pelis y apenas puedo escribir esta nota. Me tienen mareada.
Está claro que están muy contentos. Posiblemente vayan de camino a casa de algún pariente en la Gran Manzana a celebrar la Navidad. No tengo ningún problema con eso, todo lo contrario. Lo que me saca de quicio es el egoísmo. El hecho de que ya ninguna conversación es privada. El hecho de que ya nos da igual respetar a los otros. Pasamos de todo. A la gente se le ha olvidado la importancia, la necesidad y el valor de la privacidad.
Los novios cortan sus relaciones por móbil mientras uno de los dos se encuentra en un tren topado de personas como sardinas en lata. Ignoran que todos esos extraños se estén enterando de las intimidades de su vida. Otros mantienen conversaciones muy íntimas mientras comen un bocadillo y caminan por la calle. Llanto, risa, coraje, nervios, se ve de todo. El multi-tasking nos ha hecho ganar mucho tiempo a la vez que destruye nuestros valores esenciales.

Parece que yo me he quedado atrás en el tiempo, pero no acabo de comprender en qué momento hemos perdido la esfera privada, el respeto, la conciencia de que vivimos en una sociedad y a la mayoría de las personas nos les interesan tus asuntos y merecen tener la opción de mantenerse al margen. Mientras más globales nos hacemos, más viajamos, más oportunidades se nos presentan. Sin embargo, ¿de qué nos sirve todo esto si con cada minuto sucumbimos a la deshumanización y nos tornamos más primitivos que nunca antes?
Espero que pronto el whiskey haga su efecto, los tumbe y yo también pueda disfrutar y tener derecho a mi momento de silencio, reflexión y felicidad rumbo a casa para celebrar la época más bonita del año...

Viernes negro

Como buena y muy obediente colonia que somos imitamos solo los malos hábitos de nuestros padrinos, los Estados Unidos. Una de estas costumbres que hemos adoptado y transportado a la Isla es el Viernes negro, también conocido como la Venta del Madrugador, el día que inaugura la temporada de compras navideñas y es popular entre consumidores compulsivos, ya que se ofrecen ¨significativas¨ rebajas en muchas tiendas minoristas y otras multi-tiendas gringas instaladas en Puerto Rico. Durante el Viernes Negro se acostumbra abrir las puertas de tiendas como WalMart, Sam´s Club, entre otras, tan pronto como a las 4 de la mañana, para ofrecer a los clientes más flexibles horarios para adquirir nuevos electro-domésticos, televisores plasma, o los más modernos enseres tecnológicos. El año pasado se estima que 900,000 personas acudieron a estas ventas.

De más estar decir que me parece absolutamente innecesario, patético, avergonzante y desastroso este ritual yanqui, pues no solo crea falsas necesidades y prioridades al público consumidor, sino que da rienda suelta a salvajes que hacen cualquier cosa por llenar sus carritos de compra con las más grandes e innecesarias pantallas High Definition acabadas de salir del mercado, incluso, a cuesta de poner en riesgo su salud y la de sus familias e hijos.
Como resultado del viernes negro que se llevó a cabo hace un par de años y en el que decenas de personas resultaron heridas- entre ellas niños y otros menores de edad quienes fueron descuidados por sus padres esa noche que acamparon fuera de las mega tiendas, posiblemente sin suficiente agua o comida y bajo temperaturas asfixiantes- este año se optó por introducir otra brillante medida. Digo brillante y se me escapan las comillas. El periódico El Nuevo Día de hoy, 28 de noviembre, anuncia que para atender los casos de padres que asisten con sus hijos menores de edad a las Ventas del Madrugador,  se movilizarán 40 trabajadores sociales, apoyados por personal administrativo del Departamento de la Familia, quienes realizarán rondas preventivas para evitar tragedias. Además, se han instalado lineas teléfonicas de emergencia, presencia policiaca en las áreas comerciales y otras ¨ayudas¨ externas.

Con ganas de ir personalmente donde el gobernador de mi Isla a preguntarle qué demonios está pensando resolver con tan absurda medida, me pregunto-

Ya que no somos capaces, como pueblo, de ocuparnos por rescatar a  nuestro país, de ser mejores padres, mejores seres humanos y enriquecernos de espiritualidad y valores en lugar de matarnos por comprar porquerías que no necesitamos ni tenemos el dinero para adquirir, ¿no sería MUCHO más fácil simplemente eliminar el maldito Viernes negro y ya? Ya tenemos suficiente con el pavo y la comelata del día siguiente...

Los invisibles

Son las siete de la mañana, aunque para él parece que sigue siendo ayer. Figura el estereotipo perfecto de lo que equivale a una trasnochada. Es pequeñito y cualquier podría confundirlo por un enanito o una persona con alguna minusvalía. La mayor parte de sus ojos los tiene de color sangre, aunque como son tan grandes, también puede observarse el azul de sus pupilas. La calvicie se le notaría más si no fuera por los pocos pelos que aún le quedan: grasientos y parados de punta. Mientras acelera el paso voy observando más detalles de este personaje. Lleva un perro y a diferencia del dueño, éste sí que está muy acicalado, bañadito y lleva un collar. Se ve que le cuida, incluso mucho más que a sí mismo. Cruza la calle a pesar de la luz roja, con un paso bastante acelerado. Saca de su chaqueta una botella de cerveza. Toma un largo sorbo, luego otro y la vuelve a guardar. Logro observarlo mejor desde más lejos. Cuando miro al suelo veo que calza unos viejos zapatos de al menos cuatro tallas más grande. Con dificultad continúa su camino con el perro, y por esperar la luz verde para cruzar, se me pierden en la distancia...

Quince minutos antes de eso, recorriendo el mismo camino, observo a otro señor. No está trasnochado, o al menos no se le nota tanto como al primero. Se le ve muy despierto y aunque bastante cubierto por un grueso abrigo, una cabellera blanca se asoma por los lados. Son buenas las horas de la mañana para ir en búsqueda. ¿En búsqueda de qué? Pues, de lo que aparezca. Se agacha casi frente a mí y recoge tres colillas de cigarro del suelo. Se las mete en el bolsillo de la chaqueta. Da unos pasos hacia delante y se detiene en el trastero. Mira adentro detenidamente y luego mete la mano. Continúo mi paso y no quiero girarme para ver si ha sacado algo. Da igual si es una lata, una botella, una colilla. Si no puede consumir lo que encuentre, lo venderá por algunas monedas sueltas. Tal vez le alcance para algo...

La economía en Polonia se enfrenta a un boom. Eso dicen las estadísticas y los economistas. Hay trabajos para quien los busque. No escasean las multinacionales, los empresarios autónomos con negocios propios, ni las universidades y escuelas de idiomas, para los que se dedican a enseñar lenguas, como hago yo. Sin embargo, rara vez se menciona a esta población invisible que no se beneficia en absoluto de este crecimiento económico. Me refiero a las personas jubiladas, a los envejecientes, a los alcohólicos no tan jovencitos. Sobre todo hablo de las personas de edad avanzada que se sostienen únicamente del seguro social que les otorga el Estado, una cantidad que apenas les alcanza para vivir. Tal vez sea por esto que algunos se refugian en el alcohol, mendigan en la calle, o van en busca de objetos usados en los basureros. Es imposible saber con certeza a qué se dedicó esta gente en sus años de juventud; si trabajaron, fueron profesionales o no. Sin embargo, lo que sí queda claro es que pasadas tres partes de la existencia propia y sin posibilidades de trabajar a esas alturas ni cambiar nada al respecto, nadie merece vivir sumergido en tal pobreza, tales necesidades, y muchos, sin nadie con quien contar.

Mientras los jóvenes van tejiendo sus brillantes futuros, los emeryci (jubilados) intentan subsistir entre necesidad e invisiblidad. 

Una mirada al mundo